miércoles, 27 de julio de 2011

Hablar por hablar

En medio de las noticias del día suelen aparecer artículos de relleno. No es que unos sean serios y otros no, porque que el ministro de un país vaya a la cárcel es tan ridículo como que el perfume de Lady Gaga contenga sangre y semen.

Semen. El otro día leí que las mujeres que estaban en contacto con él son más felices y tienen menos propensión al suicidio. Semanas atrás me había enterado por internet que mirar tetas alarga la vida.

Son notas tontas, escritas tontamente para gente tonta, empezando porque en la noticia de las tetas se referían a ellas como "senos". El español es un lenguaje amplio y preciso que se ha formado durante milenios para que ahora nosotros lo usemos como no es. No entiendo por qué hay que llamar gays a los maricas, afrodescendientes a los negros, cola al culo, pene a la verga y falsos positivos al asesinato por parte del Estado de civiles inocentes.

No es que dude de los estudios científicos que determinaron las bondades del semen y las tetas, yo soy un hombre de ciencia antes que de religión así en el colegio haya aprobado física y química copiándome en los exámenes. Lo que cuestiono es la forma en que el lector final recibe la noticia.

Son reseñas llenas de eufemismos que por tratar de ser chistosas y respetuosas rayan en lo ridículo. Las señoritas leen una noticia curiosa de sexo y se sonrojan, las mujeres maduras se ríen con malicia y las presentadoras de farándula de los noticieros ponen cara pícara cuando la anuncian al televidente, como si no supieran que medio país se las quiere comer y evitarles así una posible propensión al suicidio. Los enfermos como yo, en cambio, las leemos con la seriedad de un cónclave papal.

Puesto en la prensa, el sexo es un tema curioso, simpático, cándido, cuando en realidad es espinoso; se vuelve sucio y bajo una vez la gente llega a su casa y cierra la puerta. El olor de un bar swinger después de que 60 personas han tenido relaciones en simultánea, eso es el sexo.

Celebro que la Corte Constitucional haya reconocido que las parejas del mismo sexo puedan formar una familia, no por la diversidad, ni la tolerancia, ni la igualdad entre individuos y todas esas poses políticamente correctas, sino porque creo que cada persona tiene derecho a elegir quién quiere que le rompa el orto.

martes, 26 de julio de 2011

El día que conocí a Joe Arroyo

Yo sorprendí a Joe Arroyo dándole mate a una olla de sancocho trifásico.

Era una tarde de sábado en la casa del periodista Fabio Poveda. Fabio, perdonen que me refiera a él con tal confianza, era famoso por ser junto a Edgar Perea  el periodista deportivo más importante de Barranquilla. Comenzaban los años noventa y Colombia había clasificado a un mundial de fútbol luego de 28 años, lo que le daba a la ciudad relevancia nacional. "La casa de la selección", la llamaban.

Y Fabio era el anfitrión de la gente importante en La casa de la selección. A su hogar llegaba el presidente de la Federación de Fútbol, Francisco Maturana y "Bolillo" Gómez, los jugadores ("Pibe" Valderrama a bordo), pero también actores, políticos y músicos. Sobre todo músicos. Eran famosas sus fiestas que se llevaban a cabo en el patio de atrás e incluían comida por montones, whisky y aguardiente.

Asiduos visitantes de aquella casa a una cuadra de la Universidad Autónoma (y a ocho de la mía) éramos también los compañeros de colegio de Fabito, primogénito de Fabio, su copia exacta hasta en la voz.

En su casa él nos mostraba su colección de camisetas de fútbol, una rareza para la época (recuerdo una del Fluminense y otra de la Roma). Cuando nos cansábamos de verlas nos íbamos al estudio, que era el santuario del lugar. Estaba al fondo de la casa, antes del patio.

Tendría unos 40 metros cuadrados (la percepción del tiempo y el espacio son otra cosa cuando somos niños) y en él había no menos de 500 discos compactos (podrían ser mil), todos catalogados en un cuaderno que el viejo Fabio guardaba celosamente. Era 1990 y los CD´s eran cosa exótica. En mi casa, por ejemplo, no había ninguno

Recuerdo también que las paredes del estudio estaban forradas con fotos ampliadas de cuanto personaje famoso podía admirar un niño que no llegaba a los 15 años, imágenes que el mismo Fabio había tomado  a lo largo de su carrera.

En nuestras reuniones escolares no estudiábamos; oíamos en cambio los éxitos de Willie Colón en sonido remasterizado mientras contemplábamos las fotos gigantes de Muhammad Ali, Zico, Pelé, Maradona, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Mike Tyson, Sugar Ray Leonard. Recuerdo una donde salían Junior, el jugador brasileño, poniéndose los guayos durante un entrenamiento en el Mundial de España 82. Quizá esa imagen era especial porque con la eliminación de ese Brasil supe que la vida podía llegar a ser una porquería.

Ahora que lo pienso, de golpe hoy soy quien soy gracias a (o por culpa de) Fabio Poveda. Colecciono camisetas de fútbol y soy periodista. He cubierto dos mundiales de fútbol y les tomo fotos a personas famosas, solo que no las amplio para colgarlas en la casa, las guardo para mí. Nunca le había comentado esto a alguien porque apenas lo descubro mientras escribo estas líneas.

El asunto es que un sábado llegué a la casa Poveda junto con otros compañeros del colegio para pasar una tarde como cualquier otra, pero nos sorprendió una fiesta inusual. En el patio de la casa estaba reunido el viejo Fabio con varios amigos, entre ellos Edgar Perea, Juan Piña, Rafael Orozco y Joe Arroyo. Me hubiera gustado que Diomedes Díaz estuviera también, pero ya era mucho pedir.

Hablaban, tomaban trago y se turnaban para cantar. Entré en pánico escénico, sé que me los presentaron a todos, pero no recuerdo nada de ello. Yo, que había ido a oír la música que no tenía en mi casa y a ver la foto de un Junior con afro, barba y torsidesnudo poniéndose un par de guayos sentado al borde de una cancha de fútbol, terminé en una fiesta con la música viva de la región donde nací.

Todo lo que sigue es confuso.

Los jóvenes íbamos de aquí para allá; del cuarto de Fabito al estudio y luego al patio. Orozco, Piña y Arroyo cantaron para nosotros y pidieron poner el equipo de sonido cuando se cansaron; todos comimos sancocho sentados en círculo en el patio, al modo de las viejas parrandas vallenatas.

Yo no quise repetir, Orozco y Arroyo tampoco. Poveda, el viejo, y Edgar Perea se tomaron en cambio dos platos acompañados de generosas raciones de arroz, plátano, yuca, carne, pollo y cerdo. Los sancochos en la casa Poveda eran famosos, todo el que era alguien y pasaba por Barranquilla tenía que comerse uno. Yo, por ser vecino y amigo, los tenía a un corto recorrido a pie.

Recuerdo que era tarde ya, la fiesta seguía pero nadie sabía dónde estaba Arroyo. Sentí hambre, quise repetir comida, pregunté quién más quería, dos dijeron sí, el resto se quedó en el estudio. Llegamos a la cocina y la escena que vimos no se me olvida más.

Joe Arroyo, el hombre que había empezado a cantar a los ocho años en los prostíbulos de Cartagena para luego recorrer el mundo gracias a su música; el cantante que barría en cada Carnaval de Barranquilla; el que ya había compuesto "El centurión de la noche" y años después se inventaría "En Barranquilla me quedo", tenía medio cuerpo sumergido en la olla sancochera de casi un metro de alto, raspando la vitualla que reposaba en el fondo.

Tenía un gorrito que milagrosamente no se le había caído y una especie de túnica multicolor. Se volteó hacia nosotros, tres imberbes colados a su fiesta de adultos, y sonrió con cara de niño inocente. Pasaron segundos que sentimos como años, y ante la escena y el silencio yo, el más recursivo de los tres, sólo atine a decirle en tono de confianza, como si fuéramos los amigos que no éramos: "Uy, El Joe". No contestó nada. Me sonrió y abandonó el lugar para unirse a sus amigos, que seguían en el patio de la casa.

Nunca más lo volví a ver.

domingo, 24 de julio de 2011

Atroz, pero necesario

El tipo que puso una bomba y luego disparó contra civiles en Noruega dice que lo suyo fue atroz, pero necesario.

Atroz, pero necesario. No es una defensa, pero sí una explicación en un mundo donde no abundan las explicaciones. El estadio de Cali para el mundial sub 20 terminó costando tres veces más de lo presupuestado y nadie ha salido a decir por qué. Uno ha visto tantas cosas de las que sus autores no dicen que son atroces, pero necesarias, que alguien lo reconoce y nos parece un monstruo.

Anders Behring Breivik se llama el agresor, tiene 32 años y varias de las armas que usó en la matanza las compró legalmente. En esta civilización de libre comercio el gobierno te ampara si vendes Uzis y Glocks, y Magnums, y granadas, y bazucas, y explosivos, y tanques, y misiles teledirigidos, pero te manda a la cárcel si te ganas la vida vendiendo cocaína al menudeo. Breivik cometió sus crímenes con mercancía legal, y si viviéramos en un lugar justo, tal detalle debería darle una rebaja en la pena.

Nos escandalizamos con poco. No es que 76 víctimas sean una minucia, pero a diario pasan cosas peores que no nos causan ni rasquiña en el brazo.

780.000 niños morirán de hambre en Somalia, según la Unicef. Nadie salió a protestar a la calle por la noticia, no hubo arrestos, ni redadas de la policía buscando a los culpables. Nadie dice que la situación es atroz, pero necesaria, aunque en realidad sea atroz e innecesaria. Los niños en cuestión están vivos aún, pero ya fueron condenados a muerte. Son muertos en vida, como los zombis que vemos en las películas de terror.

Vaya al Carulla más cercano y verá que comida hay, lo que pasa es que las calorías están mal repartidas. Yo me comí este fin de semana un rollo de sushi, un sándwich de 30 centímetros de Subway, diez chorizos, dos libras de uvas, doce paquetes de Oreo de chocolate y tres litros de gaseosa; nadie vino a casa a arrestarme.

Breivick no cree que lo que haya hecho sea un crimen, y no está tan desfasado aunque lo esté. Otro señor, llamado Stuart Hughes, decoró para un empresario malayo un yate con 100.000 kilos de oro y platino. Y si crear un yate forrado en metales preciosos no solo no da cárcel, sino que genera la admiración de la gente y la atención de la prensa, perder el control y matar a 76 personas en una tarde de viernes no es grave.

Asesina a más gente el señor de Malasia que Breivick, porque tener una lancha de 4.850 millones de dólares en un mundo con 925 millones de desnutridos es un crimen de los peores. Ambos ocupan titulares de prensa, solo que uno sale en los hechos del día mientras que el otro protagoniza la sección de estilo de vida.

Al final hay que reconocer lo civilizados que son los noruegos, que a diferencia de lo que hizo Obama con Bin Laden, capturaron al hombre vivo para que contara su versión en lugar de echarlo a escondidas al mar.


Si la vida es justa, y al presidente de Estados Unidos le otorgaron el Nobel de Paz en Oslo por mantenerse firme en la Guerra de Irak y no cerrar Guantánamo, este año asistiremos a la premiación de Breivik. Me muero por saber qué armas va a comprar con los 1,4 millones de dólares que le den.

martes, 19 de julio de 2011

Su líder de pensamiento

Abro internet y encuentro que soy uno de los personajes más influyentes de Twitter en Colombia. Se trata de un escalafón diseñado con un indicador llamado Klout que mide retweets, replies y esas vainas, y que parece confiable.

Miro la página y hay un listado con los 200 más influyentes del país. Lidera Shakira, mientras que Álvaro Uribe está en el puesto doce. Yo aparezco en la casilla 98, por debajo de Juanes, Pirry, Juan Manuel Santos, Andrés López y La W, pero encima de Ernesto Samper Pizano, Caracol TV, El Espectador, La FM, Juan Pablo Montoya, Daniel Coronell y Don Jediondo. Salvo por este último, aparecer en dicho listado no me causa ningún placer.

Puesto 98, nunca antes una figuración tan mediocre me supo tanto a gloria. Desde que en segundo de bachillerato quedé de 23 entre 45 estudiantes no me sentía tan feliz.

Pero lo que me llamó la atención es que en el listado me rotulan como líder de pensamiento, es decir, una persona a la que la gente le hace caso. Mientras que Platón tuvo que escribir un cerro de libros para que le creyeran, a mí me bastan 140 caracteres; la Modernidad da asco.

Resulta que yo, que he sido pisoteado en la vida análoga, que era un borrego más en el colegio y que he sido un títere del amor, soy ahora un líder de pensamiento. Nadie (ni el que se lo inventó) sabe para qué sirve Twitter, pero me niego a pertenecer a una red social que cree que yo puedo guiar a alguien.

Si usted me sigue o piensa hacerlo, tenga claro que en mi timeline no hay un solo tweet productivo, que no comparto links interesantes ni digo cosas inteligentes. Cada mensaje que redacto es un intento más para evitar la ida al siquiatra que tanto necesito. No soy líder de nada, después de múltiples advertencias no he sido capaz de que la empleada de la casa doble los pantalones en el armario en vez de colgarlos.

Los líderes de pensamiento estamos sobrevalorados. Almorzamos solos en cualquier restaurante y pasamos solos los fines de semana. No conseguimos sexo más fácil, no nos dan cupones de descuentos en Panaca ni en Mundo Aventura y volamos en clase económica como cualquier tuitero mediocre. Nadie en realidad nos consulta qué hacer.

Ser líder de pensamiento me ha servido para que empresas me llamen para tuitear sobre sus productos, pero siempre me he negado. El dinero lo necesito, lo quiero, cómo negarlo. Pero esa es la forma en que se compra a la gente, esa es la manera en que las grandes corporaciones, el sistema, llámelo como quiera, se apodera de nuestras vidas.

Algún día me venderé, esté seguro, soy un hombre con los mismos defectos que usted, pero no lo voy a hacer por los quinientos mil pesos que me estaban ofreciendo. Aunque lo haga, debe saber que me parece una porquería recibir un pago por disfrazar de opinión personal algo que en realidad es publicidad.

Sepa también que sus líderes de pensamiento somos peores que los políticos que usted mismo eligió. Este líder de pensamiento no ha hecho nada por hacer del mundo un lugar mejor. Los tres días del último fin de semana festivo, por ejemplo, los pasé con los mismos calzoncillos, comiendo chorizos y helado de chocolate. Yo no quiero ser influyente, sólo quiero alargármela cinco centímetros.

Publicada en la edición de julio de la revista Enter. www.enter.co

lunes, 18 de julio de 2011

En mi cara

El viernes llamó mi ex novia a pedirme unas canilleras prestadas.

Tuvimos una relación de casi dos años, en nuestros planes estaba casarnos y tener hijos, pero todo terminó por incompatibilidad de caracteres (incompatibilidad de caracteres es lo que argumenta la gente que se separa cuando no quiere ahondar en el asunto).

El final llegó un día que me arrinconó contra un par de paredes y me restregó en la cara la ropa con la que yo había jugado fútbol esa mañana.

No soportaba muchas de mis cosas, entre ellas que mezclara la ropa sucia del día a día con la sudada por el fútbol (olía a demonios, hay que decirlo). Ese día, luego de que me tratara como a un perro al que se le debe enseñar dónde no orinar, supe que no había nada que hacer. Pese a tener el mejor sexo de mi vida y a no aburrirme cuando estaba con ella, una semana después tomé un avión para nunca más volver.

Pero el viernes, tres años después de aquel día en que supe a qué olían mis calzoncillos, ella, que nunca fue capaz de ver un partido por televisión y que se quejaba porque el fútbol nos separaba, ahora me pedía ayuda para jugar un torneo con los de su oficina.

Esperaba que me dijera cualquier cosa, menos que necesitaba unas canilleras. Lo que más me sorprendió fue que supiera que esas cosas que uno se pone bajo las medias se llaman así.

Todo esto para decir que no entiendo a las mujeres, que me joden la cabeza y que con cada cosa que hacen me vuelven un poco más misógino, uno descafeinado que las odia con cariño.

Ese mismo viernes por la mañana una mujer con la que salgo me dijo que quería que me la follara toda la noche. Me hizo pasar el peor día de mi vida pensando en lo que me esperaba más tarde, porque yo puedo follar toda la noche sin problema, pero no si me lo piden de esa manera y con horas de anticipación. Tengo el temperamento de un jugador de Selección Colombia, me quiebro ante cualquier reto.

Esa noche, en efecto, entre su pedido (su exigencia) de por la mañana y la llamada de mi ex novia, tuve un desempeño de vergüenza. Mientras la penetraba dijo que le sorprendía que escribiendo como escribo no tuviera tanta experiencia (si una mujer puede elaborar una frase así mientras tiene sexo, algo no anda bien).

Hubiera preferido que dijera que soy un polvo de primera pese a ser un escritor mediocre, pero qué le vamos a hacer, uno no escoge sus habilidades. Sus palabras me hicieron recordar las de otra mujer que alguna vez, mientras la tenía encima mío, me dijo que no estaba sintiendo nada. Hubiera podido ser menos cruel y decir que estaba sintiendo, pero poquito (y afirmarlo entre gemidos para no bajarme tanto la autoestima).

Eso me pasa por ser buen tipo (y buen polvo más allá de las dos o tres a las que no satisfice). Leo en las noticias que una mujer se casó con un asesino luego de verlo en un tiroteo televisado y me pregunto si lo que me hace falta a mí es agredir a unos cuantos. Es lo único que podría envidiarle a Dominick Maldonado (así se llama el asesino), porque no dudo que en la cama soy mejor que él.

Mi ex novia pasó por las canilleras el sábado por la mañana. No pude acompañarla porque ya tenía planes, pero le prometí que iría al próximo partido. Espero que gane y después, en honor a los viejos tiempos, me invite a su casa y restriegue en mi cara la ropa interior con la que juegue ese día.

miércoles, 13 de julio de 2011

Yo quiero saber la verdad

No sé ustedes, pero hay días en los que me despierto queriendo saber toda la verdad.

Son días difíciles, los odio. Me levanto inquieto y lo primero que hago es bajar a la portería a preguntar al celador si sabe qué hicieron con los 50 millones de superávit que tiene la administración del edificio. Él se encoge de hombros y me mira sin hablar; lo ignora porque solo se encarga de abrir la puerta, contestar el citófono y dormir mal en las madrugadas.

Podría llamar a la administración y peguntar, pero soy más flojo que curioso. Yo lo que quiero saber es si se están robando la plata o si de verdad no hay para instalar cámaras de seguridad y una planta para cuando se vaya la luz.

Yo quiero saber si es cierto que Carlos Ardila Lülle se hizo rico destruyendo los envases de gaseosa de la competencia y si los hijos de Luis Carlos Galán han logrado lo suyo por talento o por apellido. Todo esto sin ánimo de ganarme una demanda.

Abro la publicidad de una revista cualquiera y me dan ganas de saber cuántas personas abren un CDT en un banco porque están regalando un iPod sin tener idea qué hay detrás de eso. Admiro al sistema financiero porque una cosa es saber que la gente es idiota, y otra, sacarle rentabilidad al asunto.

Veo fútbol y muero por enterarme si Hernán Darío Gómez pone a Rodallega porque de verdad le parece bueno o porque le pagan comisión por venta de jugadores. Es una pregunta de un ciudadano común lleno de curiosidad, no estoy afirmando nada, no quiero líos legales, solo quiero enterarme de algo que la gente comenta.

Yo quiero saber qué piensa Joe Arroyo del tipo que protagoniza su novela y qué pasa por la cabeza de Gustavo Petro cuando se lanza a la Alcaldía de Bogotá respaldado por el partido que en los últimos ocho años deterioró la ciudad (aunque pose de independiente).

Yo quiero que me digan quién mató a Kennedy y si el hombre llegó a la Luna o Neil Armstorng dio eso saltos en un estudio de cine en California. Quiero conocer la fórmula secreta de la Coca-Cola y la del Frozo Malt, un helado único en el mundo que solo vende la Heladería Americana en Barranquilla.

Yo quiero que mi madre me diga en qué cama (o contra qué pared) me concibieron y si mi padre me quería más que a mi hermana.

Quiero que me digan cuál es la función del FMI y si la ONU sirve de algo; si los Oscar y los Simón Bolívar son susceptibles de ser comprados y si las tetas de Carolina Gómez son operadas. Quiero saber cómo han hecho los de Harry Potter para rodar ocho películas donde no pasa nada y hasta dónde hay que untarse para llegar a ser presidente de Colombia.

Hay días en que me dan ganas de preguntarle a mi novia si me ha sido infiel, o que al menos me confiese qué orgasmos son fingidos y con quién aprendió a hacer tan bien el sexo oral.

Quiero que las aerolíneas me digan por qué cobran penalidad cuando un cliente quiere cambiar la fecha del viaje y porqué los 400 minutos mensuales de mi plan de celular no son acumulables cuando no me los gasto completos. ¿El dinero que pago me da derecho a 400 minutos mensuales, o hasta 400 minutos mensuales?

Quiero saber por qué está mal visto traficar con drogas pero no pasa nada con los fabricantes de armas, siendo que con las primeras se hace daño solo quien las consume, mientras que las segundas sirven para atacar a terceros.

Hay muchas cosas que no entiendo, como por qué un pedazo de carne en un restaurante cuesta $35.000 y la media porción no vale $17.5000, sino $23.000. Ustedes perdonarán lo tarado.

viernes, 8 de julio de 2011

Tengo un arma

Guardo un arma en mi mesa de noche, temo que alguien entre por la ventana un día cualquiera. Vivo en un quinto piso, pero no hay que fiarse.

La tengo también por si se manifiesta el fantasma de mi padre. Ya se lo he advertido en voz alta: “Si te apareces, te doy plomo”, le digo. Hasta ahora me ha hecho caso. Temo que se materialice en cualquier parte de la casa, pero en especial en un rincón de mi cuarto del que siempre he desconfiado.

En una gaveta de ese rincón guardo su cédula, no por fetichista sino por si me toca hacer un trámite legal. Me parece de lo más lógico que si a mi padre le da por aparecerse lo haga justo en el lugar donde la guardo, por eso antes de dormir practico tiro al blanco con proyectiles de plastilina que lanzo hacia ese rincón. Mi padre mide 1,80 (note que no dije “medía”), así que tengo calculado hacia dónde debo disparar la bala para darle en el corazón, todo con la idea de que no sufra.

Guardo el arma porque soy terriblemente inseguro. Uno es inseguro para todo, pero no de todo puede defenderse a pistola. De adolescente no era capaz de sacar a bailar a las niñas en las fiestas, en la universidad me bloqueaba cuando tenía que hablar en público. Ahora, cuando escribo algo no sé si vale la pena hasta que leo el primer comentario de los lectores. Si es favorable me creo el dueño del mundo, si no, me dan ganas de pegarme el tiro con la pistola de la mesa de noche; por eso nunca leo comentarios en la casa.

La redacción del periódico en el que trabajo es gigante, hasta el más valiente de los periodistas sufre de miedo escénico cuando tiene que atravesarla. Yo quisiera estar armado cada vez que camino por ella porque el pánico me domina, pero he aprendido que cargar un arma no me hace más valiente. En todo caso sé que podría más mi resentimiento y terminaría matando a un par de editores (ya los tengo ubicados, así como las posibles rutas de escape).

Tengo un arma para protegerme del mundo exterior a la manera que otros compran un perro, instalan alarmas y contraen matrimonio. No descarto pegarme un tiro en cualquier momento y así acabar con los demonios internos, que son los que en realidad me hacen daño.

jueves, 7 de julio de 2011

Ella está enferma

El clóset de una amiga es más grande que un arco de fútbol (7,32 x 2,44 metros, por si el fútbol no es lo suyo).

Cuarenta pares de zapatos mal contados (muy mal contados), una galería de sacos negros, azules, rojos, blancos, todos iguales y diferentes entre sí. Pantalones, ropa de tierra caliente, chaquetas para otoño e invierno (no son la misma cosa). Bufandas, velos, pashminas, o lo que sea que usen las mujeres.

Otra amiga es igual de complicada a la del clóset, pero por diferentes razones. Sufre de una enfermedad llamada fibromialgia y de otra conocida técnicamente como enfermedad autoinmune no diferenciada (si lo estoy diciendo mal, señores doctores, demándenme).

Me contó en qué consisten sus males pero se me olvidó, lo cierto es que le atacan el corazón, la cabeza o cualquier otro órgano; le causan dolores en las articulaciones y los músculos, en especial cuando el cuerpo está rejalado.

Se trata de una enfermedad que hay que tratar con paciencia y que tiene su lado poético: sus propias defensas la atacan porque la consideran a ella misma un cuerpo extraño.

Siempre supimos que nuestro cuerpo jugaba en nuestra contra (mire el gol que se comió Dayro Moreno frente un arco más pequeño que el clóset de mi otra amiga), pero que nuestras defensas nos consideren un ente ajeno al propio cuerpo que habitamos es un problema que debería ser corregido por teólogos, no por médicos.

Mi amiga, la de la fibromialgia, está enamorada, pero el hombre no le pone atención. Ella, en cambio, no debe perder de vista a su enfermedad, por eso se llena de pastillas. Toma Lyrica, un antiepiléptico que ayuda a mejorar el dolor a largo plazo; Imipramina un antidepresivo que también baja los niveles de dolor; Dimard, que ayuda a que la enfermedad autoinmune no avance más, y Dovir, un opiáceo de lo más fuerte.

Su vida, en lugar de cartas de amor, está llena de recetas médicas. Al llegar la noche, en vez de recibir la llamada del hombre que le gusta, se toma un Zolpidem para dormir. Su tratamiento es costoso, ¿pero qué es el dinero cuando se tiene una enfermedad degenerativa y el corazón destrozado?

Mi otra amiga, la del closet, quiere hijos pero no sabe con quién tenerlos porque no está enamorada. Hizo uno de esos acuerdos que se pactan entre amigos, "Si llegamos a los 35 y estamos solteros...", pero no suena muy convencida. No pierde la esperanza de enamorarse pronto o de regenerar a algún amor del pasado.

Las mujeres son complicadas, lo sabemos, por eso unas sufren enfermedades que solo las atacan a ellas, otras creen poder cambiarnos y otras poseen clósets más grandes que una vivienda de interés social.

He pensado mucho durante estos días en mi amiga y su drama. Ella está enferma (me refiero a la del clóset).

martes, 5 de julio de 2011

Cuando era niño

Extraño ser niño. Uno es niño y le celebran todo. La gente sonríe y pregunta con voz tierna y cara de idiota si dormimos bien, si tenemos hambre o frío. El otro día un niño que estaba con su madre en la sala de espera del aeropuerto estornudó y le cayeron tres azafatas; le cogieron los cachetes, le consintieron la cabeza y le regalaron un chocolate. Lo botó al piso y todas rieron, comentando lo tierno que era.

Luego crece uno y todo ese interés se va. A nadie le importa si uno comió, si se le está cayendo el pelo, si el sueldo alcanza para vivir. Un niño de cuatro años bota un chocolate al suelo y la sala rompe en aplausos; lo hace un adulto y puede darse por bien servido si lo ignoran en vez de llamar al hospital siquiátrico.

Si eres un feto estás salvado también. La maternidad está tan sobrevalorada que a tu madre la tratan como la reina que quizá no es. Aunque su embarazo sea fruto de un matrimonio estable o de una noche de borrachera, no la hacen esperar en el centro de atención al cliente de Movistar, le ceden las mejores sillas de Transmilenio, le cargan las bolsas, la llenan de atenciones. Luego naces tú y heredas esos privilegios. De niño todos te cuidan para poder romperte el corazón cuando seas grande.

De niño me decían Adolfito, siempre lo odié. Yo quería ser Adolfo, quería matar a mi padre para poder serlo, pero Adolfo era él. Siempre pensé que me convertiría en un hombre el día que falleciera mi padre, pero ahora que está muerto no quiero que dejen de llamarme Adolfito; supongo que de esa manera está menos muerto. Yo a mi edad digo las mismas idioteces que decía en mi primera infancia, solo que ahora las personas me miran con lástima e
n vez de reírse.

Con el tiempo descubrí que el mundo es un lugar hostil, que el útero materno y las atenciones de las azafatas de Avianca son cosas pasajeras. La verdad es que nuestro deber como adultos es matarnos a cuchillo con el de al lado para sobrevivir. Con los años sale a flote la mala calidad de la piel, los olores fétidos que producimos, y es muy difícil que alguien nos quiera así.

Creo que tratar a los niños con respeto y cariño, pero no como idiotas, los hace mejores seres humanos. Fíjese en Shakira. Si alguien durante su infancia le hubiera dicho que le ponían atención a sus presentaciones en el colegio y en las reuniones familiares porque era una niña y no porque fuera talentosa, hoy no estaría cantando y el mundo sería un lugar mejor.

La clave está en no dejarse engañar; uno ve las caritas de los niños y se le ablanda el corazón. Hacemos mal, no hay que perder de vista que dentro de treinta años esas caras endurecidas estarán manejando a Colombia a su antojo.

La tragedia de este mundo es que le sobran cuatro mil millones de personas, y la mitad de ellas son niños.