sábado, 28 de julio de 2012

Rigoberto Durán

No sé ustedes, pero yo prefiero ser un fracasado de arranque que rozar la gloria y no alcanzarla, porque la esperanza es lo que mata al hombre. Si he de fracasar, que sea por goleada, por masacre. Odio esforzarme para que luego me den palmaditas en la espalda por haber estado cerca del objetivo.

Yo perdí dos años en el colegio, y lo hice con estilo: 11 y 13 materias de las 16 que veía. Siempre sentí lástima de esos que lo reprobaban con tres asignaturas (perder dos daba la posibilidad de hacer exámenes extraordinarios para pasar al siguiente curso).

Igual con las mujeres. Alcancé a vivir con una con la que tuve planes de boda e hijos, pero nos separamos a los dos años. Haber puesto de nuestra parte para terminar peor a como estábamos antes de conocernos me parece un desperdicio. Ahora, en cambio, ando con una a la que empecé a odiar al segundo día de verla. Hoy –vamos por el cuarto- ya no la soporto, ella tampoco. Eso sí es fracasar con toda.

Todo esto viene al caso por la medalla de plata que consiguió Rigoberto Urán en los Olímpicos. Tanto esfuerzo para llegar segundo y que acá lo celebremos como si hubiera ganado.  

Cualquiera que llegue a los Olímpicos es un deportista de primer nivel. No importa que la selección de futbol femenino haya perdido sus dos primeros partidos ni que Falla cayera en primera ronda contra Federer, ya estuvieron. Alejandro Falla es el tenista número 51 del mundo, y eso es muy difícil.

Lo de Urán es emocionante e histórico. Además de la de plata, este año fue séptimo en el Giro de Italia. Hubiera podido quedar de 77, e igual sería un grande, porque ningún deporte más cruel que el ciclismo y esas pruebas de tres semanas donde toca estar montado en una bicicleta durante cuatro, cinco, seis horas diarias en subida y en bajada, con sol o con lluvia, calor o frío.

Por eso no entiendo la obsesión de las autoridades con controlar el dopaje, si a la larga todos se dopan, sino que no los agarran. Lo mejor sería incentivarlo, oficializarlo incluso, que el COI y la UCI proveyeran las sustancias y las jeringuillas. Es más, deberían aceptar motores de bajo caballaje en las bicicletas para que los ciclistas pudieran descansar las piernas cuando la subida es muy dura.

Y Urán es un ejemplo de lo que puede hacer una persona pese a los obstáculos. Su mérito es haber ganado una medalla olímpica no gracias a lo que su país le ha dado, sino a lo que le ha negado (y quitado: un padre asesinado), pero el hecho es que perdió la carrera. Perdió y nada tiene que ver con dónde nació. Esto no se trata de pobrecito, ni de que llegó sin piernas, ni de que mucho de malas haber mirado para atrás cuando no tocaba, ni de qué buen resultado para tratarse de un colombiano. En estas situaciones, minucias como la nacionalidad no importan.

Imposible fue no emocionarse al verlo en el podio, pero yo sentí más rabia que alegría, porque se esforzó y quedó cerca, pero igual acá celebramos como si un segundo lugar fuera lo máximo, cuando no lo es. No ganó una plata, se le escapó el oro. Igual le fue a Rigoberto que a mí, que vi la carrera acostado en mi cama: ninguno de los dos llegó primero. 

A veces creo que los colombianos preferimos perder por a miedo ganar, y para acabar con ese pensamiento sería bueno empezar a reconocerlo. Yo quiero creer que haber nacido acá no es impedimento para vencerlos a todos, pero necesito que otros lo hagan por mí, porque yo no le he ganado a nadie y no pienso empezar ahora.

De vuelta al colegio, recuerdo que el primer día de segundo de bachillerato le dije a mi mamá que quería sobresalir y que a final de año quería quedar por lo menos entre los doce primeros del salón. Podrán acusarme de antipatriota, pero nada más colombiano que esa mentalidad conformista.

Él es Rigoberto Urán, yo soy Zableh Durán, y eso nos hace prácticamente primos. Ambos fracasamos a nuestra manera. Yo ya abandoné mis sueños, él hasta ahora comienza a perseguir los suyos. Ojalá algún día dé con ellos, a ver si me subo al bus de la victoria.

miércoles, 25 de julio de 2012

La gente tiene miedo

Una amiga quiere cambiar de vida. Navega por los treinta y no le ha ido mal: carrera universitaria, empleo estable en una multinacional, 18 sueldos al año, varias personas a su cargo, vida social activa. El asunto es que no es feliz porque siente que vive una vida prestada y no sabe por dónde empezar a agarrar la suya.

De ejecutiva a profesora, de gerente a pianista, de directiva a bloguera. Se gana 20 salarios mínimos legales y quisiera poder vivir con cuatro, pero el miedo no la deja. El miedo y el banco, ya que acaba de comprar apartamento y tiene claro (vive rodeada de números) que la gente que se gana cuatro salarios mínimos no tiene casa propia.

La gente quiere vivir, pero tiene miedo. Vida no es esto de ahora de levantarse a las 7 para ir a trabajar, ni tener teléfonos cada vez más inteligente y televisión cada vez más estúpida. Vida no son 15 días de vacaciones pagadas al año ni jubilarse a los 60 (62 en Colombia, 57 si eres mujer). Vida no es pasar los días metido en una oficina trabajando con gente que no te agrada haciendo rico a alguien a quien tú no le agradas.

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miércoles, 18 de julio de 2012

La edad

Trata de que no te estrese la edad. No te gradúes del colegio a los 17 ni de la universidad a los 22. No te cases a los 25 ni empieces a procrear a los 28. Nadie te pide que tengas un posgrado a los 30 ni que compres casa propia antes de los 40. Más bien preocúpate si no te has divorciado a los 27 después de haberte casado a los 25.

A mi edad, mi padre tenía cuatro hijos, había pasado por dos matrimonios y sostenía una casa sin ayuda de nadie. Una casa de verdad, no esos remedos de hogar que son los apartamentos de ahora. Cuatro cuartos, tres baños, cuarto del servicio, una sala y dos comedores, antejardín, jardín, porche, patio cubierto y patio con árboles de guayaba, papaya, granada y una vid con la que mi mamá hacía hojas de parra y yo me comía las uvas verdes. Teníamos dos perros, no sabíamos lo que era una lavadora y la ropa se secaba al sol, como Dios manda. Estábamos lejos de ser ricos, sólo que antes la vida era igual de dura, pero más barata.

A mi edad, mi padre sostenía un hogar y era calvo, canoso y no hacía ejercicio; todo lo contrario a mí, que vivo en arriendo y no tengo familia ni matas ni mascotas por cuidar. De golpe, antes ser adulto significaba volverse sedentario, responsable y lucir más viejo de lo que se era. Adultos eran los de antes.

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domingo, 15 de julio de 2012

Un millón de aplicaciones

Una amiga me dice que su hija de 10 años toma unas fotos increíbles. Le digo que quiero verlas, y lo digo de corazón. Una a una me las muestra. Yo las miro en silencio, ni elogiando ni criticando porque la cosa no se trata de romperle la ilusión a la madre. Callo y pienso que cómo no va a tomar buenas fotos, si usa Instagram.

El asunto con ese tipo de aplicaciones es que venden la sensación de tener una habilidad de la que carecemos. Les entregamos nuestra capacidad para demostrar lo que pensamos y sentimos a corporaciones sin alma que nos aprecian por nuestro dinero. Y tienen razón esas corporaciones, somos una jartera de personas, inmaduras, egocéntricas, incapaces de expresarnos sin ayuda. Nuestros billetes, en cambio, tienen el carisma del que carecemos.

Ocurre con Guitar Hero, por ejemplo: sabe uno hundir tres teclas de esa guitarra de mentiras y ya es Clapton. Instagram es la aplicación ideal para los sensibles sin talento. Le toma usted foto a unos espaguetis, le pone un filtro de esos y queda como un retrato hecho por Herbert Ritts. Se lo quita y queda la verdad desnuda: un plato preparado de afán porque no se tiene el tiempo o la plata para prepararse uno decente (pero sí hay plata para el iPhone).

También está Foursquare, que reporta dónde estamos haciendo lo que estamos haciendo. ¿Para qué? ¿A quién le importa si estamos en el aeropuerto o almorzando cerca de la oficina? ¿Qué esperan los que la usan? ¿Que los demás dejemos a un lado lo que estamos haciendo y les digamos "Qué rico, ya te caigo"? Yo me creía inseguro y poca cosa hasta que conocí a los que usan Foursquare.

Nike Running parece ser menos popular que las dos anteriores, pero tiene su hinchada. Si mal no estoy sirve para medir con detalles cuánto corrimos. Lo intuyo porque tengo amigos que publican la información en su perfil de Facebook y quiero creer que se debe a que es una cosa automática y no algo que se ponen a hacer después de salir a trotar. A ese gente le digo que, salvo que ganen la medalla de oro en las próximas olimpiadas, me tiene sin cuidado si el domingo por la mañana trotan o se quedan comiendo helado en la cama.

Y seguro es un prejuicio mío, pero yo relaciono todos esos mecanismos a los hipsters, que siempre se las ingenian para sacarnos ventaja: mientras la gente común y corriente apenas se está empapando de Instagram, ellos ya están en Pinterest, que no sé si sea una aplicación o una red social. Ya alguien se encargará de aclarármelo.

El otro día, en medio de las noticias sobre matanzas en Siria y la reforma a la justicia, hallé una que me dejó casi igual de perplejo: una de las causas de que BlackBerry se cotice a la baja es que tiene “apenas” 40.000 aplicaciones, mientras que una plataforma relativamente nueva como Windows Phone ya cuenta con más de 600.000.

¿Qué hace uno, no con 600.000 aplicaciones, sino con diez? ¿Para qué sirve un teléfono además de para hacer llamadas? No hemos perfeccionado eso de ser idiotas en el mundo análogo y ya estamos haciendo carrera en el digital.

Publicada en la edición de julio de la revista Enter. www.enter.co

miércoles, 11 de julio de 2012

Yo debería comprar carro

Un amigo compró carro y su vida cambió. Antes andaba en el carro del papá o en una moto de bajo cilindraje que le dieron en parte de pago por una vieja deuda. Tenía cómo moverse, pero al parecer no le iba del todo bien, se vivía quejando de que carecía de vida social. Pero fue comprar carro para que al día siguiente una mujer llamara para que fueran a comer a un restaurante de lujo y luego lo invitaran a un paseo a Girardot, todo en el mismo fin de semana.

De golpe lo que le falta a mi vida es un carro. Muchas veces me he preguntado si la plenitud se encuentra en la paz mental, en formar una familia o en dejarle un legado al mundo. Desesperado, me he refugiado en religiones y libros de autoayuda, incapaz de ver que la respuesta a todo está en el concesionario más cercano.

Últimamente paso mucho tiempo con el jopo en el sofá, viendo televisión y navegando en internet, porque cuando no tienes carro y vives en un país como Colombia te da jartera salir. Jartera y miedo. Yo me siento incapaz de entregarme a la calle después de que el sol se ha ocultado, todos mis planes tienen que hacerse efectivos antes de las seis de la tarde.

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domingo, 8 de julio de 2012

No más padres cursis

Estoy cansado de fingir alegría por mis amigos casados que van a tener hijo. Me agota hacerme el sorprendido y felicitarlos cuando con cara de idiotas dicen: “¿Adivinen qué? Vamos a ser papás”.

¿De verdad esperan que uno se alegre? Trescientos niños nacen cada minuto en el mundo, 18.000 cada hora, 157 millones cada año, ¿qué los hace pensar que el de ellos es especial? Somos más de 7000 millones de seres humanos, así que uno más o uno menos no hace la diferencia. Además, y siempre lo he dicho, los niños de hoy serán los hijos de puta del mañana, solo es cuestión de darles tiempo.

Igual, un niño llega al mundo y se arma la fiesta. De todos los rituales que se hacen alrededor de un nacimiento, hay dos que ofenden en exceso. El primero son las fotos. Nada más detestable que un fotoestudio de padre, madre y futuro hijo en todas las poses posibles: mamá cogiendo barriga, papá besando barriga, mamá con barriga pintada, ambos padres cogiendo barriga mientras se miran fijamente como jurándose amor eterno. Qué extraño concepto de belleza el que tiene esa gente.

Luego están las fotos del parto, cuando no hay nada más feo que un recién nacido y una recién parida. No entiendo a esos esposos: un ser vivo acaba de salir de la vagina de sus mujeres tras horas de puja, y a ellos lo que les importa es registrar el momento para compartirlo con el mundo, como si al mundo le importara. Gracias a esa tendencia, los buenos álbumes de Facebook (los de las viejas en paseos a tierra caliente) se han visto relegados por reportajes gráficos desde la sala de partos. Un niño de hoy tiene a los 5 años más fotos que las que tendrá un adulto en toda su vida. 

Luego está la moda de los nombres raros. Ya nadie se llama Luis, Paola, Roberto. Ahora a todos los niños les ponen nombres rebuscados, tipo Eva, Penélope, Maximiliano. Los hijos de Juanes se llaman Luna, Paloma y Dante, mientras que dos de mis amigas tuvieron bebés con poco tiempo de diferencia y a ambos les pusieron Salomón. Pobres culicagados, no saber ni dónde tienen el pipí y ya tener que cargar con nombre de rey bíblico. A los niños de ahora no les queda otra que ser alguien en la vida: descubrir la cura del cáncer, vender más discos que los Beatles. Imagine usted llamarse Cayetano y ser un pobre diablo.

Esta gente no piensa en nada: ni en el futuro de sus hijos ni en nuestros celadores, que se embolatan cuando anuncian a cualquier Marcela por citófono. A mí los porteros de Colombia me han dicho Alfredo, Rodolfo, Alonso, Alfonso, Albeiro, no me quiero imaginar la confusión cuando tengan que anunciar a un Dante.

Eso de los nombres rebuscados es una moda. Sospecho que esas personas que buscan en la Enciclopedia Británica el de su futuro hijo quieren posar de inteligentes, pero al igual que aquel que compra un producto Apple, bautizar a un niño con un nombre raro no los hace superiores. Para que tengan una idea de cómo es el asunto, en el mundo son más los iPhones que se venden por día que los niños que nacen, ninguna de las dos cosas es especial.

De verdad, recapaciten con lo de los nombres, miren que ya tenemos suficiente con las mamás de los futbolistas, empeñadas en bautizar a sus hijos Dorlan y Macnelly. Al menos a ellos les pagan millonadas por jugar fútbol. Su hijo, en cambio, no pasará de ser un hipster de bigotico que se dedicará a la publicidad.

Publicada en la edición de junio de la revista Soho. www.soho.com.co

jueves, 5 de julio de 2012

España

Yo supe qué era España 25 años antes de conocerla, gracias a los curas del colegio donde estudié. Bernardo, Viloria y Vidal eran como la santísima trinidad. Crecí viendo la vida a través de ellos.

Vidal, el de primaria, vestía de camisas azules o blancas de manga corta, olía a perfume y nos pegaba por lo que fuera: llegar tarde, sudar en recreo, pelearnos. Era impredecible. Podía estar de buen humor y transformarse al minuto siguiente. Nos ordenada que sostuviéramos las manos sen el aire con las palmas mirando hacía el suelo y las golpeaba tan duro que las dejaba rojas. Nos daba con furia, como si se estuviera vengando de algo malo ocurrido en su niñez en la Madre Patria. 

Por cuenta de eso empecé a odiar a España, a desagradarme más de lo que me gustaba. Ocurrió igual cuando la conocí. Gran país al que espero volver siempre, pero no dejo de sentir dolor por la Conquista, la Colonia, la Inquisición y los golpes de Vidal, que seguro se está quemando en el Infierno junto a otros sacerdotes como él.

Lea el artículo completo en http://bit.ly/NaUdBw

lunes, 2 de julio de 2012

Cibertristeza

No estoy bien desde que supe que el amor de mi vida se casó con un tipo que usa gomina. Se conocieron por Facebook y se enamoraron por chat de BlackBerry; yo me enteré de su matrimonio por Twitter. Twitter me deprime a la manera en que se deprimen los adolescentes enamoradizos, nada serio en realidad. 

Tengo, en cambio, una amiga que es adicta a Twitter y sí se deprime en realidad, en parte porque está médicamente comprobado que la depresión ataca más a las mujeres que a los hombres.

Tiene unos veinte mil seguidores y me cuenta que pasa horas en la red social haciendo nada, tuiteando y leyendo tuits. Se acuesta tarde en la noche y le toma horas dormir porque la agobia el sentimiento de culpa por haber perdido el tiempo.

Es posible que mi amiga, usted y yo suframos de una enfermedad llamada Fomo, que no es otra cosa que espiar en internet a otras personas con la intención de  comprobar que tienen una vida mejor que la nuestra.  Todos los días estamos expuestos a tantas toneladas de videos y fotos de nuestros amigos que no nos queda otra que envidiarlos. Enfermedades ridículas con nombres ridículos que se adaptan perfecto a los tiempos ridículos en que vivimos. Parece increíble que podamos odiar nuestra vida porque a nuestro perfil de Facebook le hacen falta más álbumes de paseos a tierra caliente.

Hay días en los que me quedo quieto frente al computador, como un zombie, mirando durante horas el timeline, los retuits y las menciones. Procrastino y aplazo mis obligaciones. Luego tomo fuerzas y empiezo a trabajar, pero ya estoy lleno de odio por haber perdido toda la mañana, igual que mi amiga.

Twitter nos vuelve cínicos, irónicos, y la ironía genera violencia. Yo tengo días en los que después de tuitear me siento desgastado, como cuando me iba a los golpes en el colegio o tengo un orgasmo culposo. Se siente uno una mala persona luego de haber botado energía de mala manera.

Pero Twitter no es malo, da para todo y ni el mismo tipo que se lo inventó sabe para qué sirve. Gustavo Petro ha gobernado a Bogotá desde su cuenta, la gente convoca marchas, se indigna por intrascendencias y por temas serios, propone campañas sociales y populariza hashtags. No importa lo que creamos y lo mucho que redactemos mensajes de hasta 140 caracteres, el mundo no se cambia desde Twitter.

Un hashtag es como un adjetivo: sirve para demostrar nuestra impotencia en el uso del idioma. Existen unos impresentables como #NoEsQueSeasPerraPero, que tiene el honor de haber sido hace poco el Trending Topic número uno en Colombia. Hay otros no tan malos, y en ocasiones no puedo resistirme y participo. Cada vez que uso un hashtag siento que acabo de enterarme de que el amor de mi vida se casó con un tipo que usa gomina, o que me doy golpes en el colegio. O que tuve un orgasmo culposo.

No hay hashtags buenos así como no hay orgasmos placenteros. Todo es una burbuja. De golpe el amor de mi vida no era el amor de mi vida, y lo que tengo no es despecho sino un grave caso de Fomo. Imposible no odiarse por ser víctima de esta tristeza de tres pesos, una cibertristeza.

Publicado en la edición de junio de la revista Enter. www.enter.co