miércoles, 5 de octubre de 2011

El amor mata

Estoy chateando con una amiga, hablamos de sexo. Yo le cuento de mi erección, ella me describe sus tetas. En eso interrumpe y de la nada me pregunta cómo hace para saber si le duele un riñón. Nada surge de la nada, pero no se lo digo. A cambio, me subo los pantalones y trato de ayudarla.

Le digo que vaya al médico, pero vive en el extranjero y tiene estatus de estudiante. La atenderían mal y le darían un placebo, aunque no le iría mejor si tuviera el mejor paquete de medicina prepagada: la gente no va al medico no por falta de recursos, sino por miedo a que le digan que tiene una enfermedad grave; prefiere morirse en la casa sin saber qué la mató.

¿Cómo sabe uno si lo que le duele es el riñón, el hígado o el páncreas? ¿Cómo identificar el dolor en esa amalgama de órganos que sentimos ajenos pese a ser nuestros? ¿Quién siente un desgarro en las entrañas y emite un diagnóstico preciso?

Lo que no sabe mi amiga es que yo soy el culpable de su dolor porque me gusta en silencio. ¿Han oído frases como “El amor todo lo puede” o “El amor te salvará”? Pues en mí aplica al contrario, todo en lo que me fijo tiende a morir. Es por eso que ella, una mujer de 29 años apenas, lleva tres días sin comer, suda frío, tiene la piel pálida y los ojos perdidos.

Pero no es la única. Enamoradizo como soy, me creo responsable de que al menos dos mujeres más estén en peligro de muerte.

Hay una internada en un centro de rehabilitación en Estados Unidos, deprimida por culpa de su adicción a las drogas y al alcohol. Está incomunicada, no puede hacer llamadas, no la dejan usar internet.

La llamé antes de que viajara. Quise hablarle de mis sentimientos, pero no fui capaz, sólo le deseé suerte porque pensé que así podría salvarla. No sé de ella hace meses. A veces pienso que desearlas en silencio es lo que las enferma, que si me declarara estarían sanas, pero es que no creo que el amor sea la salvación.

Hay una tercera, esa es la peor. Tiene 27 años y un cáncer en el pulmón. Aparentemente ya está fuera de peligro, pero el mal va y viene. La conocí cuando ya estaba enferma, lo cual es un alivio (para mí), porque quiere decir que no soy yo el que arrastra la mala suerte.

Sin embargo, me preocupa que su condición haya empeorado desde que empezamos a hablar. Alterna días buenos con otros no tanto. A veces sale a caminar sin ahogarse, a veces pasa días sin poder levantarse de la cama.

Toma fotos hermosísimas y con frecuencia me pregunto si mi gusto por ella se debe a ella misma, a sus fotos, o al hecho de que tenga la misma enfermedad que mi padre.

Hace unos días me contó que su mayor miedo era que un paro cardio-respiratorio la matara a mitad de la noche. Lo dijo, y sin responderle me desconecté de inmediato porque tuve una de esas revelaciones que deben digerirse en soledad. No solo me gusta por ser ella y por sus fotos, sino porque teme morir de la misma forma en que murió mi padre. Creo que la amo.