lunes, 14 de mayo de 2012

La muerta

Estoy acostado en mi cama y de la nada viene a mi cabeza el recuerdo de una amiga de la adolescencia que se suicidó. Se llamaba Carolina Pérez, era bonita e inteligente. Yo creía que lo tenía todo para ser feliz, pero terminó siendo una de esas personas que parecen llenas de vida y que un día piden permiso para ir al baño y terminan botándose del octavo piso (Carolina se botó del noveno).

Estoy enamorado de ella desde entonces. Antes me gustaba como puede a uno gustarle el helado de chocolate y la música de los Beatles, pero fue terminar con las vísceras regadas sobre la calle para que me enamorara irremediablemente.

La conocí una tarde a los once años y es como si hubiera dado con un ángel. La recuerdo en su uniforme de colegio: blanca, pecosa, de ojos claros y pelo negro, como me gustan las mujeres. O al revés, me gustan las mujeres porque así era Carolina.

Tengo claro desde que murió que meterse con una mujer viva es perder el tiempo. Con una viva siempre existe la opción de cagarla, de ponerle lo cachos, de odiarla porque sí. Yo terminé de convencerme de que las muertas son lo mío el día que el amor de mi vida se casó con un man que usa gomina.

Con las vivas, además, terminamos enamorándonos de un fantasma. Esa mujer que creemos amar no es más que el vago recuerdo de una vecina, de nuestra profesora de segundo de primaria, de una amiga de nuestra madre o de nuestra misma madre. Con una muerta no hay pierde porque el fantasma que perseguimos es el de ella misma.

Tendría 18 años la última vez que vi a Carolina, recuerdo que fuimos a una finca y que nos quedamos hablando hasta tarde. Ella habló del cunnilingus, cosa que yo había practicado un par de veces pero que ignoraba que se llamaba así. Tocó el tema con tanta gracia que no causó en mí excitación alguna. Ahora que está muerta imagino que ella abre las piernas y se lo hago; no es necrofilia lo que me mueve, es amor puro.

Hace poco salí con una mujer que se llama Carolina Pérez, pero no fui capaz de contarle todo esto para no convertirla en el fantasma de un fantasma. Hubo química entre los dos, tanta, que fui capaz de ser yo mismo y comer con total libertad (cuando conozco a una mujer y la cosa no fluye, comer se convierte en un acto fingido, un ejercicio agotador).

Voy a volver a ver a Carolina Pérez, la viva. Iremos a cine y si todo sale bien, pasaremos a otro nivel; nos besaremos y tendremos sexo. Eso por un lado, porque por el otro tengo claro que algún día me voy a casar con Carolina Pérez, la muerta.