jueves, 10 de mayo de 2012

El odio es amor disfrazado

¿Cómo no odiar a Martín Santos? ¿Cómo no ser resentido con gente así, que se va a la finca en helicóptero del ejército y anda con las jóvenes más bonitas de este país?

La repulsión que siento hacia él es un problema mío, no suyo; Martín está viviendo la vida que le tocó vivir, como a todos. Lo bueno es que es un odio inofensivo, porque yo soy un niño, y los niños no odiamos a nadie. Pero es que es ver su cara, su destino de delfín, la ropa que usa, las novias, los trabajos que tiene (hace una pasantía en la ONU según leí en la prensa), las cosas que le pasan por haber nacido donde nació, igual que a su padre.


Hay gente que nace encarrilada, gente que hereda. A mí nadie me da un chicle, no sólo no voy a heredar nada, sino que ayudo a mi familia cuando puedo pese a tener sueldo de periodista y voy a morir solo en una pensión. Por eso soy un resentido, imposible culparme.


Mientras el día de instalarme en mi cuarto de pensión llega, puedo decir que vivo en el mismo barrio de Martín, pero ni así tenemos algo en común. Él ocupa un apartamento cerca al mío con escoltas y ejército que lo cuida; yo estoy en arriendo y vivo con el sueldo del mes, el día que pierda mi empleo tendré que abandonar Rosales como el perro miserable que soy.


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