jueves, 1 de noviembre de 2012

Yo quiero matar


A esta altura lo único que me haría feliz es salir a la calle a matar gente. Ya no encuentro alegría en el fútbol, ni en escribir, ni en el sexo, ni en placeres culposos como comerme un litro de helado en una sentada. Truncar vidas, esa es la salida.

De niño se me perdió un cocker spaniel llamado Rufo y para reemplazarlo mis padres me compraron otro al que bautizamos igual. Pero yo odiaba al nuevo Rufo porque entendía que ese no era el de verdad y pese a mis diez años ya sabía que un clavo no saca otro clavo. En público lo trataba bien: lo sacaba a pasear, le daba agua y comida, lo bañaba, pero en secreto lo maltrataba: le golpeaba el cráneo y lo tiraba contra el piso, cosas que me causaban un gusto que no entendía.

Rufo murió semanas después y recuerdo que fuimos a botarlo a un lote vacío envuelto en una bolsa de supermercado. Siempre he creído que murió por mis golpes aunque mi madre diga que se lo llevó una parvovirosis típica que les da a los cachorros.

Pasé años en calma, invadido por un espíritu pacifista que me impedía agredir de cualquier manera, pero últimamente siento deseos de acabar con las vidas de las personas, básicamente porque es difícil ser tolerante cuando el mundo esta lleno de imbéciles y porque estoy cansado de que mis defectos sean legales. Ser egoísta, hipócrita y tacaño no da cárcel.