jueves, 28 de junio de 2012

23 años

Estoy en la sala de espera de Avianca y entra una mujer de la que me enamoré en mi adolescencia. 23 años después y no hubo duda, era la misma. ¿Ha notado usted que dos que no se han visto en años se reencuentran y dicen que están iguales? Yo pensaba que era por cortesía, pero me pasó con esta mujer: era ella, no necesité ni dos segundos para reconocerla.

¿Ya dije que ocurrió en la sala de espera de Avianca? La VIP que tiene la aerolínea en el aeropuerto de Cartagena y que cuenta con televisor de plasma, computadores para conectarse a internet, baño privado, pasabocas, bebidas con y sin alcohol y desde la que no hay que hacer fila para subirse al avión. Yo, que toda la vida me he negado a sacar tarjetas de privilegio porque creo que para lo único que sirven es para generar más violencia, me vine a encontrar con esta mujer gracias a una amiga que tiene cuanta tarjeta platino existe en el mercado porque no piensa como yo y tuvo la gentileza de invitarme.

El nombre de la mujer me lo guardo. El asunto es que la conocí en casa de mi familia durante unas vacaciones en Santa Marta y me tomó dos segundos enamorarme (los mismos dos segundos que necesité para reconocerla ahora). Ella, en cambio, se enamoró de mi primo, que era lo usual. Mi primo y yo nos criamos juntos, éramos inseparables. Nos gustaba lo mismo, hasta las mujeres, pero ellas siempre se fijaban en él. Gracias a él crecí con un buen amigo y lleno de amores frustrados que pusieron lo suyo para convertirme en el misógino de tercera que soy hoy.

Vuelvo a la escena del aeropuerto de Cartagena. Estaba ella con un señor calvo y gordo que parecía ser su esposo porque no era ni muy cariñoso ni muy distante. Yo, que todavía conservo algo de pelo y aún no he perdido la batalla contra la grasa abdominal, sería sin duda más amoroso si me diera la oportunidad.

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