viernes, 10 de diciembre de 2010

Viaje a la India

Algunos lo saben, la mayoría lo ignora, pero hace poco llegué de un viaje por fuera de Colombia.

Primero fue Corea del Sur. En el aeropuerto de Seúl dejé olvidada la maleta y solo me di cuenta una hora y media después, cuando llegué al hotel. Acostumbrado a que en Colombia uno deja una colilla en el suelo y alguien se la fuma, la di por perdida. Tras una llamada telefónica me dijeron que estaba en el mismo lugar donde la había dejado, intacta, porque en Corea del Sur nadie coge lo que no le pertenece. Los agentes de seguridad la guardaron y en el hotel tuvieron la gentileza de mandar a alguien a buscarla.

Comí perro. En Corea nadie coge lo que no le pertenece, pero hay quien come perro, porque así es la vida. Parece res, sabe a cordero y tiene gruesas capas de grasa, como el marrano. Hostigado por la grasa y angustiado por pensar que me estaba comiendo a Rufo, el Cocker Spaniel que tuve hasta los trece años, solo pude con cuatro bocados.

En una isla coreana que se llama Jeju y se pronuncia Yeyu me quedé en un hotel seis estrellas, claramente imposible de costear con mi sueldo. Mi cuarto tenía dos habitaciones, sala, estudio, dos baños, un balcón con vista al Océano Pacífico, dos televisores de plasma y ciento diez metros cuadrados, que es mucho más espacio del que tiene una familia de cuatro para vivir. Un masaje en el spa, por ejemplo, costaba 280 dólares. Así es la vida, como ya había dicho.

Luego tomé un vuelo con rumbo a la India con escala en Hong Kong, donde lo único que hice fue esperar tres horas y echarme una cagada (seguramente causada por Rufo) con la que dejé en alto el nombre de Colombia.

Para matar el tiempo observé sobrecogido los aviones más modernos de KLM, Emirates, British Airways, Lufthansa, Quantas y demás, hasta que di con el tiesto que me llevaría a Nueva Delhi, un avión de Air India pequeño, sucio y mal latoneado, con la cojinería a medio arrancar.

Antes de despegar se dañó el video de las instrucciones de seguridad y a un pobre azafato le tocó seguir explicándolas, pero como estaba solo, apenas cubría la parte posterior izquierda del avión. En caso de accidente, al resto de pasajeros se los hubiera follado un negro.

¿Ustedes han visto la escena de Los Gremlins en el cine donde todo es un caos? Ese avión era el cine de Los Gremlins. El aparato ya estaba carreteando mientras unos querían ir al baño antes del despegue y a otros los sacaban a empujones porque se habían sentado en las sillas que no les correspondía.

Llegué cinco horas y media después y tras un corto vistazo a la ciudad déjenme decirles que yo, que viví en El Rodadero y pase unas vacaciones en Maicao, nunca en mi vida había estado en un chochal tan desagradable. India es un cagadero de tres millones de kilómetros cuadrados y después de visitarlo uno admira más a M. Night Shyamalan. A ese tipo le deberían dar el Oscar, no por haber dirigido 'Sexto sentido', sino por ser el único indio que sabe leer y escribir.

Quiero decir, es un país el hijo de puta, impresionante. India en general arrolla y Nueva Delhi en particular agobia, es un caos indescriptible, pero todo anda, mal que bien. La gente vive pitando, no respeta los semáforos, no hay andenes para caminar y todo indio que se acerca lo quiere violar a uno a punta de venderle vainas, de ofrecer algo. Todo es una gran nube de polvo, es imposible no salir sucio de allí, pero es un lugar al que hay que ir. No se cómo decir que es un sitio rico en historia y en cultura sin sonar cliché, pero ya lo hice. Me llamó la atención la dentadura de la gente, tenia mejores dientes Jaime Garzón cuando hacia de Heriberto de la Calle.

A la gente le encanta darle vía libre al cuerpo. Eructa, escupe, se hurga la nariz y se echa peos cada vez que se le da la gana. Solo por ese detalle, todo hay que decirlo, estuve a punto de quedarme a vivir.

La comida es rica, pero demasiado cochina, y eso que yo soy fanático de los pinchos de “carne” del estadio. El primer día estaba muerto de hambre cuando de pronto vi un letrero que decía Wimpy. Yo, que desde 1993 no voy al Wimpy de Unicentro porque me da asco, entré de rodillas, besando el suelo y llorando de la felicidad al de Nueva Delhi. Es que así es la vida, digo por tercera vez.

Eso si, nada de res, tocó comer hamburguesa de pollo. La religión, además de ponerlo a uno a comer chivo, ternera y pollo antes que vaca, es lo que impide que los ochocientos millones de pobres de India se vayan cual horda furiosa contra los ricos y dejen el país en ruinas, que la verdad no les quedaría difícil viendo el estado de las calles.

Dejé la capital para llegar al Nordeste, entre las fronteras con Bangladesh y Bután. Luego de tres horas en avión y treinta y cinco horas de camino destapado en algo parecido a un bus, llegué a un pueblo llamado Tura.

Para que se hagan una idea, un bus tarda diecisiete horas en recorrer los mil kilómetros que hay entre Bogotá y Barranquilla. En India se demora más del doble en recorrer ochocientos. Parecía yo Apu, el de Los Simpson, cuando me bajé de esa chiva, negro de la tierra que comí durante el viaje, eso sin contar que me tuve que tragar los 1473 peos que se echó el de al lado durante todo el trayecto, cada uno más pútrido que el anterior. Así, mientras el bus viajaba a veintidós kilómetros por hora, el estómago de mi compañero de silla lo triplicaba en velocidad.

La región es más pobre aún que la capital, y casi me compro todo el pueblo con la plata que llevaba en el bolsillo. Saqué veinte mil pesos colombianos y la gente se me fue encima, tanto, que las señoras llegaban con su hijas para que me casara con ellas.

Tenía planeado entrevistar a un tipo que no se baña hace treinta y cinco años, pero por tiempo y plata no alcancé. Aunque menos mal, porque si los que se bañan a diario huelen extraño, no me quiero imaginar los olores que puede emanar un señor que no toca el agua desde 1974.

Volví a Nueva Delhi y me quedé en un hotel llamado Madonna, aunque no creo que la reina del pop haya dado el visto bueno para los estándares de calidad del sitio. Otra vez me robaron con cada taxi en el que me subí, cada comida que ingerí, cada servicio por el que pagué. Igual este país es muy barato, solo hay que estar pendiente de todo el mundo y no hablarle a quien se acerque de forma amigable.

Yo por ejemplo, desde el segundo día opté por decir que no hablaba inglés. Así, a todo al que se me acercaba a decirme cosas como hello, where are you from, what do you want y todas esa vainas, yo le hablaba en español y le mandaba una retahíla estilo: “lo que quiero es irme de este cagadero de país que me tiene mamado, pero antes me gustaría pasar por la casa de tu madre para darle por el orto hasta que le salga semen por los oídos, perro muerto de hambre que no clasificas ni para el Sisbén”. Todo esto, claro, poniendo cara de turista agradecido. Los tipos no entendían y me dejaban en paz.

Para moverme por la ciudad usé un tuk-tuk, el medio de transporte más popular. Se trata de un diminuto Piaggio sin puertas, tres ruedas, carpa de lona y pintado de verde y amarillo que por menos de un euro te puede llevar a cualquier lugar. Nos metimos por callejuelas sucias, angostas e infestadas de gente, tipo mercado de Bazurto, en Cartagena, pero más sucias, más angostas y más congestionadas, con puestos de frutas, cabras, centros de recolección de basura y talleres de repuestos de segunda, todo revuelto.

Cuando el tuk-tuk cogía una avenida principal, temía porque los carros nos pasaban muy cerca a gran velocidad y cualquier roce nos podía volcar; cuando nos metíamos por las callejuelas me asustaba aun más, pensando que en cualquier momento nos iba a salir un grupo de atracadores a ensartarnos a mí, al chofer y al tuk-tuk, todos con la misma verga. Nunca pasó nada.

En el aeropuerto de Nueva Delhi el avión a París se demoró tres horas y salió en el cálido horario de las 3:25 de la mañana. Ni poniendo la canción del Show de Benny Hill que tengo en el ipod, esa que sonaba al final del programa y que hacia que todo el mundo corriera a doble velocidad, logré que el vuelo saliera antes. Lo único bueno es que por primera vez monté en jumbo, una de las metas de mi vida; la otra es eructar y pearme al mismo tiempo, misión que tras mi estadía en India, seguro lograré pronto.

Ahora que estoy de vuelta en Colombia pienso ir a Honda, a esa olla a la entrada del pueblo junto al Río Magdalena donde no sopla el viento y en el que están las oficinas de Coopetrán, Expreso Brasilia y Expreso Bolivariano. Después de Tura y alrededores, el lugar me va a parecer Montecarlo.

Aquel que tenga en su agenda viajar a India, que tome muchas fotos y me las muestre, porque yo poco saqué la cámara por miedo a que me la robaran. Yo, como dice una canción del Gran Combo, a ese lugar no vuelvo ni a buscar billetes.