Odio la Navidad más de lo que odio a mi madre. La odio, la Navidad, quiero decir, porque la gente cree que se puede ser un cabrón once meses del año y compensarlo con un par de dádivas en diciembre.
Vivimos por estos días un ambiente de falsedad en las calles: falsa fiesta, falsa hermandad, falsa nieve; la verdad es que todos nos odiamos y que Colombia es un país tropical. Esta época me deprime porque no le veo el punto a regalar corbatas, comer natilla, cantar villancicos y bañarse en el mar como si no tuviéramos la culpa de nada.
Yo hasta celebraría Navidad si fuéramos capaces de aceptar nuestra mezquindad. Nos fijamos en una noticia de acuerdo al número de muertos, como si ganáramos por comisión. Semanas atrás hubo un tsunami que no sonó en ningún lado porque no mató ni a cien; fue el de 2004, con más de doscientos mil muertos y catorce países afectados, el que se llevó todos los reflectores. No sé usted, pero cuando me entero de que hay un temblor y después leo que solo hubo pérdidas materiales me agarra una decepción capaz de tumbarme en la cama por días.
Y es acá donde hay que culpar a alguien por lo mal que nos va. Yo señalo a la Coca-Cola. ¿Ha notado usted que entre más tiernos pretenden ser sus comerciales más hostil es el mundo? Preferimos la versión de los osos polares que tiene la multinacional, unos animales atontados que toman gaseosa y cantan en coro, cuando en realidad estamos hablando de un carnívoro implacable que necesita treinta kilos de carne cruda al día y que no duda en ser caníbal si de sobrevivir se trata.
Yo prefiero a un oso polar con la boca roja por la sangre de su presa que a uno con gorrito de Papá Noel. Eso por no hablar de los que mueren exhaustos después de mucho nadar en busca de un témpano de hielo que se derritió por culpa de nuestro calentamiento global. Nada más poético que ver morir un animal estupendo. Cruel, pero hermoso. Si tengo un hijo lo primero que voy a hacer cuando tenga uso de razón es decirle que el Niño Dios no existe, para que así no crezca convencido de que la vida es un anuncio de Coca-Cola.
El fin de semana pagué mi visita obligada a Carulla y salí sin comprar nada por culpa de los villancicos que sonaban, cantados por niños con voces que parecían sacadas del coro de las juventudes hitlerianas. Los niños de hoy son los hijos de putas del mañana, no deje que se lo coman de cuento.
Note usted, por ejemplo, que en diciembre no hay promociones de nada, ni descuentos, ni dos por uno, porque todo el mundo compra. Esa cosa llamada ley de oferta y demanda es en realidad la radiografía de nuestra miseria, por eso en los aeropuertos nos cobran los sánduches de atún como si fuera de beluga, y la Coca-Cola como si la lata viniera forrada en piel de oso polar.
Nos vemos en enero, voy a ver videos de cómo matan foquitas bebés a garrotazos.