Un carterista no podría trabajar en Transmilenio si conociera a todos los pasajeros que viajan en él, al tiempo que un hombre podría acostarse con la novia y la hermana de su mejor amigo (ojalá al tiempo) si no fuera su mejor amigo.
El tipo que cuando no lo dejan entrar a un sitio dice “usted no sabe quién soy yo” está botando a la basura lo más valioso que tiene, después de la salud, y no lo sabe. Cuando un político sospechoso de peculado es interrogado y dice que no conoce a ese señor del que le hablan, no es que esté mintiendo; simplemente está arrepentido, no de haber cometido un crimen, sino de haberlo conocido. Hay en cambio gente que no aprecia el anonimato, y aun sin conocer a nadie se sube a un ascensor y saluda.
¿Con qué cara criticar a Álvaro Uribe si fuera amigo de los papás de uno de toda la vida? Imposible. Por eso no quiero imaginar el dolor de Tomás y Jerónimo por ser hijos de su padre; es que la familia pesa, pero para mal.
Sería fácil culpar a tus hermanos por tus traumas y miedos de la infancia si no existiera lazo alguno entre ustedes, pero no te queda otra que aguantar en silencio hasta volverte un tarado, y un día cualquiera, en la cena de Navidad preferiblemente, botarles en la cara y sin anestesia que llevas veinte años cortándote las uñas de los pies con las tijeras de la cocina, aclarando así el porqué de la reputación de mala cocinera de tu madre.
Cuando me voy de viaje aprovecho para hacer cosas nunca haría en Colombia. Me visto de bermuda y sandalias un día, y de sudadera al siguiente. Visito a las putas, monto en bus, hago graffitis y almuerzo un sánduche en un parque cualquiera. Moriría de vergüenza si las hiciera en mi país.
Lo particular de este invierno, por ejemplo, no es que haya habido dos millones de afectados, sino que yo no conozca a ninguno de ellos. Si así fuera no podría dormir del cargo de conciencia por no ayudarlo. Dos millones y ningún amigo mío, qué afortunado.
Un día me monté al ascensor de mi antiguo edificio y me encontré de frente con el presentador de Sweet. A partir de ese día dejé de criticar su ropa, su pelo, su hablado y me volví fiel seguidor del programa. Me odié montones, pero no podía seguir rajando de un vecino que en la reunión de residentes apoyó mi idea de cambiar de empresa de celaduría.
En donde vivo ahora viven también la escritora Piedad Bonnett y el hijo del periodista Ramón Jimeno. De la primera me toca callar respecto a sus versos, mientras que con el segundo no me he cruzado más de dos veces, así que lo seguiré repudiando como si no lo hubiera visto nunca en mi vida.