viernes, 10 de diciembre de 2010

Haga de cuenta que iba volando

Cada mañana me despierto sorprendido de lo buena persona que soy. Me echo flores por haber pasado otro día sin haber cogido a mi madre a golpes o haber asesinado a alguien. Cuando me cruzo con una mujer en la calle me dan ganas de devolverme y pedirle que me agradezca por no haberla violado, que sería lo lógico tratándose de mí.


Vivo con eterno cargo de conciencia pese a no haber hecho nada malo, al menos nada que amerite cárcel. Siempre espero lo peor, desgracias y castigos, nunca lo bueno, nunca una felicitación, un regalo. No espero que me perdonen nada en esta vida. No creo que soportaría la presión de ser político y haberme robado mil millones de pesos; terminaría suicidándome, o entregándome a la justicia. Suicidándome, seguramente.


Esto viene a que la semana pasada me invitaron a España para presenciar la firma de un acuerdo de patrocinio entre una gaseosa y el FC Barcelona, elegido hace poco como el equipo de fútbol más popular del mundo. Cuando anuncian que el Barcelona va a firmar con una gaseosa, todos pensamos en alguna que hayamos tomado toda la vida.


Nunca imaginaría uno que se trata en realidad de Big Cola, una gaseosa de origen peruano fundada por una familia humilde, los Añaños, hace veinte años cuando la violencia y la pobreza tenían aislada a su región, Ayacucho. Diez años después de embotellar bebidas de maneras artesanal, Big Cola ya era multinacional, y hoy está en once mercados -Vietnam y Tailandia incluidos- y produce también jugos, agua y bebidas hidratantes.


El viaje fue a todo dar, con hospedaje en hotel cinco estrellas, comidas para reyes, visita al museo del Barcelona, invitación a ver el juego contra el Mallorca y la presencia de varios periodistas de prestigio entre los que, inexplicablemente, logré colarme. Sin embargo, lo que más me impresionó de todo fue haber viajado en primera clase, y lo mal que me sentí por ello.


Cuando viajas en ejecutiva por primera vez, te preparas como si fueras a ver a la mujer de tu vida. Esa mañana me afeité, me aplique aftershave, talco en los pies, perfume en el cuerpo y escogí mi mejor ropa. Es decir, lo que nunca hago.


Durante las casi once horas de vuelo no hice sino detallar todo y retorcerme del dolor de estómago que me producía recibir tantas atenciones, porque cuando viajas en primera te tratan como si fueras mejor persona que los que van en económica, cuando la realidad es que solo tienes mas dinero, o alguien ha pagado el pasaje por ti.


En primera clase los cubiertos son de metal y la vajilla de verdad, no de plástico. Desde que te sientan te llenan de champaña, vino, vodka y whisky 18 años. Muchos ya lo saben, varios me lo habían contado, pero yo tenía que verlo con mis ojos. Yo no acepté nada porque nada merezco, y por solidaridad a los que viajaban en económica, que es a donde pertenezco. Mientras los otros pasajeros se llenaban de licor, yo solo pedía agua, con hielo pero sin rodajas de lima limón, para no olvidar de dónde vengo.


Primera clase es un inmenso salón para no más de cuarenta personas y el espacio entre silla y silla es tal que para alcanzar el menú que está en el espaldar de la del frente hay que ponerse de pie. De entrada dan frutos secos, aceitunas, consomé de ternera y nunca faltan las toallitas, ya sean secas o húmedas, calientes o al clima, para que limpies tus manos cada vez que entran en contacto con algo. La cobija y la almohada son de mejor calidad que la de un colombiano promedio, los audífonos para ver películas no tienen nada que envidiarle a los de un productor musical tipo Quincy Jones. Los baños tienen crema humectante, jabones especiales con menos glicerina y arreglos florales junto al espejo.


Dan también un kit que viene en bolsa de cuero y tiene protector de labios, crema y cepillo de dientes, atomizador con agua, protectores de oído, toallas húmedas especiales para la cara, un calzador, una peinilla (yo no me peino desde el 94) y hasta un par de medias color café de lo mas bonitas. A la mesita portátil le ponen mantel y nunca hacen falta las viandas tipo jamón, queso y tomate con aceite de oliva. También hay fruta fresca, realmente fresca, y pan tan caliente y suave que pareciera que el avión tuviera horno propio.


El menú lo hace un tipo que fue premio nacional de gastronomía e incluye solomillo de novillo con castañas y salsa de vino, merluza en salsa de espinacas, o macarrones con jugo de carne y hongos portobello. El postre es creme bruleé o un tarro de Haagen Dasz para ti solo.


Yo comía feliz, pero sufría. Me entraba sentimiento de culpa pensando en la gente que iba en económica, sin pantallita personalizada para ver películas, con audífonos baratos, con comida de menor calidad acompañada de pan duro y viejo. Cada tanto me iba a la parte trasera, abría la cortina y los miraba para saber cómo me iba a ver yo la próxima vez que me montara en un avión. La vida es una mierda.


Yo no merecía tal tipo de atenciones. Ni yo, ni los que iban conmigo. Los de económica tampoco, hay que decirlo, porque apenas dejas de ser una persona de pueblo y adquieres poder y privilegio, tiendes a convertirte en el mismo cabrón que los que ya los tienen. La gente que viaja en primera recibe con avaricia todo lo que les dan. Se les nota la codicia, el hambre, las ganas de vengarse por todas las veces que viajaron en económica. Por culpa de las clases en los aviones es que hay guerras en el mundo.


Cuando viajas por primera vez en primera clase no quieres que nadie se de cuenta, así que piensas bien cada cosa antes de hacerla. Miras reflexivo y estudias la forma más natural de pedir tu selección del menú, o cómo vas a manejar el juego de salero y pimentero personalizado que te dan. Y crees además que todos los que van contigo son unos expertos en eso de volar en primera y que el único debutante eres tú.


Mi compañero de silla, de hecho, se veía bastante confiado. Nunca se tropezó ni regó una gota de nada, y manejaba a la perfección las mil posiciones automáticas de la silla -una poltrona tipo sillón del abuelo que se convertía en cama- incluso la opción de masajes que yo nunca usé por pena a preguntar cómo se activaba.


Dormí mejor que en mi cama, y caí tan profundo que alcancé a soñar que iba de público al programa Comediantes de la noche, de RCN: ese fue el único punto negativo de todo el viaje. Cuando me desperté me puse a pensar si los Añaños -que hoy tienen para comprar su propio avión- padecieron lo mismo que yo la primera vez que montaron en ejecutiva. Luego rogué para que el avión no se cayera y así poder contar mi historia; el avión en el que yo viajo es el que se va a caer, siempre. Y pese a mi sufrimiento por tanto abuso del lujo, al final lo mejor de volar en primera clase es que nadie aplaude cuando se aterriza en Bogotá.


Gracias por viajar con Iberia, no enciendan sus celulares hasta que las puertas del avión hayan sido abiertas.