viernes, 10 de diciembre de 2010

01-8000

Tengo problemas con mi Xbox. Ustedes saben cómo son esas maquinas: muy bonitas, graficas descrestantes, pero el día menos pensado sacan la mano. En el juego de fútbol, la imagen queda congelada cada vez que el árbitro sanciona un penalti. Reinicio la consola y funciona perfectamente hasta que se produce otra falta dentro de alguna de las áreas.

Desesperado, llamé al número que aparece al respaldo de la caja, y del otro lado de la línea me contestó una voz solemne a la que se le notaba el don de la autoridad. Pensé que se trataba del mismísimo Bill Gates, pero me bastaron segundos para descubrir que había confundido los números y que no me había comunicado con el call center de Microsoft, sino con el de la Superintendencia Nacional de Salud.

Maldije mi suerte; no solo no estaba solucionando el problema que me importaba, sino que había tenido la leche de llamar un martes a las tres de la tarde, día y hora en las que Álvaro Uribe había decidido aclarar a los ciudadanos –personalmente y desde un call center- los decretos de emergencia social emitidos por su gobierno.

Traté de explicarle que mi llamada había sido un error, que a mi lo que me preocupaba era mi Xbox. Ahí se pegó una embolatada indescriptible - como cada vez que le hablan en inglés-, y creyó que le estaba hablando de rayos X, o algo así. Sin embargo, debo reconocer que me trató de la manera más amable posible.

Le dije que era como si un cáncer hubiera invadido al Xbox, pero apenas mencioné la palabra su actitud cambió. Se tornó seco y me dijo que si tenía cáncer el estado no podía hacer nada por mi, que debía yo sacar de mi bolsillo o pedirle prestado a un banco para el tratamiento, que bastante se habían sacrificado ya las EPS para ayudarme ahora con eso. Que si me había raspado un codo o luxado un dedo –ojalá el meñique, agregó- de golpe podrían ayudarme, pero poco más. Para tranquilizarme añadió que había a mi disposición todas las curitas que necesitara.

Eso sí, me advirtió que cuidado con volarme el conducto regular, porque si un doctor me atendía sin autorización podría pagar una multa de puta madre. No utilizó esas palabras, pero el mensaje, palabras más o menos, fue ese.

Nunca pude aclararle el equívoco; él me hablaba del POS, yo, de la ethernet. Ninguno de los dos entendía qué quería decir el otro, la conversación fue un fracaso.

Y es que estamos en diferentes eras el señor presidente y yo. Aficionado a las fincas como es, cree que haber aprendido inglés a los totazos es una loable señal de superación personal, y que los call center son tecnología de punta. Yo, que a duras penas entiendo de gigaflops y de procesadores Pentium III, no me sentí capaz de aclararle que usar una diadema en lugar de auricular no equivale estar a la vanguardia de la ciencia.

Llevo tres días llamando Microsoft y no me contestan. Abandonado a su suerte, el Xbox se sigue trabando con cada penalti, y en sus esfuerzos por funcionar emite sonidos agonizantes sin que yo pueda hacer mucho por él. Es cuestión de tiempo para que deje de funcionar del todo, así que asumo que lo mejor será dejarlo morir. Ya me había pasado algo similar con mi tío Juancho, a quien un cáncer de estómago se lo llevó en cuatro meses.