Minucias. En la entrada principal del Museo de Louvre tienes que estar pendiente de no meterte por accidente en la foto de ningún turista, que seguramente estará retratando a su esposa en frente de la pirámide y te pedirá con algo de mala gana que te hagas a un lado. No debes olvidar tampoco tener la delicadeza de no tropezar con nadie cuando estés haciendo tus propias fotos.
Esta gran ciudad te ahoga, no da descanso. Siempre hay un museo que visitar, una joya de la arquitectura que ver, una línea de metro que tomar, un recuerdo para llevar a casa, un fabuloso restaurante donde comer después de haber hecho media hora de fila. No importa si duermes en un hotel cinco estrellas o en el sofacama de la sala del apartamento de una amiga, cada mañana despiertas muy temprano para aprovechar el día, y al final regresas con tus pies adoloridos, deseando que fueran de otros, listo para dormir no más de seis horas y levantarte a la mañana siguiente como un zombi para seguir con la rutina.
Hay un momento en que todo deja de ser placentero para convertirse en una vorágine sin sentido, porque después de devorar en una semana una ciudad de 12 millones de habitantes y dos mil años de historia, quedas entre maravillado y desconcertado, pensando si al final valió la pena venir.
Si estás en tu día, puedes encontrar en la oficina de Air France de la Avenida de la Ópera a Patricia Ércole pidiendo en francés un cambio en su fecha de regreso a Colombia. Viendo lo bien que se conserva, con ese vestido que la forra y le deja ver unas piernas firmes que dan ganas de abrirlas en ángulo de 180º, te animas a hablarle. En el recorrido de apenas unos metros te imaginas diciéndole que eres colombiano, que de niño viste todas sus novelas, que si necesita algo no dude en pedírtelo, y que te estás quedando en casa de una amiga (te reservas el detalle que estás durmiendo en el sofacama de la sala).
Pero el cobarde que siempre ha habitado en ti aflora cuando estás a punto de llegar a ella, y decides tomar el desvío rumbo al dispensador de agua fría. Es que aquí el calor del verano es criminal.
Terminas y te diriges a la Isla de la Cité, donde has quedado de encontrarte con unos amigos para cenar en un restaurante. La mesa parece una convención de la ONU: tres colombianos, tres ingleses, una salvadoreña, un australiano y un suizo. La comida es buena, nada del otro mundo, pero te la cobran como si la hubieran traído del séptimo anillo de Saturno solo para ti. Cuando sacas contra tu voluntad los billetes para pagar, y extrañas aquel cuasiencuentro con la Ércole, alzas la cabeza para descubrir que Eric Cantona estuvo toda la noche cenando tranquilamente en el restaurante de enfrente. Dejas tu parte de la cuenta, sacas la cámara de la maleta y caminas por la calle como si fueras un turista desprevenido (que lo eres). Cuando el ex futbolista está llevándose una cucharada de postre a la boca le tomas una foto de paparazzo porque una vez más te dio vergüenza acercarte a alguien famoso.
Rumbo a tu casa, donde exhalarás a placer después de quitarte los zapatos, te subes a un repleto vagón de metro en el que descubres olores con los que no te habías topado antes, pese a ser aficionado a los zoológicos, en especial a las jaulas de los micos.
Si estas plazas hablaran; estas calles, estos almacenes, estos vagones de metro, estos Arcos del Triunfo y Torres Eiffel, nos gritarían a todos los visitantes que nos fuéramos de una vez por todas y los dejáramos descansar.
Eventualmente un día les haces caso (a las voces en tu cabeza también) y abandonas la ciudad, quién sabe si para volver. En la fila del aeropuerto crees que la cordura ha vuelto a tu vida hasta que ves un video institucional sobre qué debe llevarse en el avión y qué no. En la pantalla del televisor, un niño juega con unos carritos en la alfombra de la habitación mientras un hombre le pasa a su esposa unos pantalones, un tarro de veneno, un par de zapatos, un cuchillo con el que se podría destripar un búfalo, luego unas toallas y por último un tubo de gas inflamable en spray. En cada ítem el video se pausa y dibuja un chulo si es permitido, y una X si no. Miras a tu alrededor y no encuentras a nadie con quién reírte, igual lo haces. Luego te preguntas qué pasa con las familias de ahora y en qué lugar del mundo podría un ser humano necesitar por igual una camisa playera y una nueve milímetros.
Momentos después crees ver en la fila al Padre Chucho, a quien has reconocido pese a vestir de civil. Esta vez estás decidido a tener el coraje que te faltó con Eric y Patricia. Mientras te acercas piensas en la foto que le vas a tomar, el autógrafo que le vas a pedir, en todas las historias de viaje que le vas a contar durante el vuelo, pero cuando estás a pocos metros de él notas que no se trata del cura estrella de la televisión colombiana, sino de alguien muy parecido.
Ahora sí, todo tiene sentido. ¿Qué mundo sería este si la embajada francesa empezara a darle visas a personas como él?