Tengo un problema: siento una felicidad enfermiza cuando veo a la gente desdichada. Entre más personas decepcionadas, mejor para mí.
Me encanta también sentirme miserable. Coger un bus ejecutivo a media noche, por ejemplo. Están destartalados, van oscuros y sucios, a no más de 10 kilómetros por hora. Por lo general escojo las sillas traseras, donde me empotro, todo jorobado, mientas miro por la ventana a la gente que tiene la plata para comprarse un carro, mientras que a mí, pobrecito, apenas me alcanza para los $1200 del pasaje. El gozo es mayor si me monto 18 horas en una flota de Bogotá a Barranquilla. Lo he hecho dos veces al año desde 1996.
Es un serio problema, por eso escribo a ver si de golpe un siquiatra lee esto y me diagnostica un tratamiento. Pastillas también; lo que sea con tal de superarlo.
En este momento de mi vida nada me motiva más que ver sufrir a Maradona. Ayer fui feliz cuando las cámaras enfocaban su cara y la de sus dirigidos antes de jugar contra Paraguay. No eran las de unos deportistas profesionales vistiendo una de las camisetas más gloriosas del fútbol; estaban desencajadas, temerosas de perder. Cualquiera de ellos hubiera firmado el empate con tal de ahorrarse la vergüenza de la derrota.
Pero no crean que mi sadismo es arbitrario. Lo que pasa es que no soporto que Maradona robe a la gente con el cuento de que es entrenador de fútbol. Nada es al azar, cada uno labra su propio destino y Argentina –el equipo- escribió el suyo el día que lo nombró seleccionador. En este caso mi felicidad malsana no es grave porque nada me liga a Argentina –el país-.
Lo que de verdad me preocupa es que me sentí bien después de que Colombia perdió con Uruguay. Vaya uno a saber por qué me ocurre, porque mi deseo de que el equipo clasifique al mundial es tan auténtico como el de un deudor de Datacrédito de estar a paz y salvo.
Acá la gente se llena de optimismo si el equipo gana, hace cuentas, se pone la camiseta; pero se la quita y hace con ella la cama del perro si pierde el siguiente partido. Yo, fanático de la contravía, estaba seguro de que no iba a clasificar pese a haberle ganado a Ecuador. Ahora que cayó en Montevideo lo sigo creyendo, pero no por eso doy todo por descartado. Hoy estoy más optimista que lo que estaba el sábado por la tarde.
Una de las cosas bonitas de los colombianos es que no nos cansamos de decepcionar al prójimo y a nosotros mismos. Ahora todos hablan de los errores de Lara, del mal desempeño de Amaranto Perea, de si Jackson Martinez debió ser titular, y pregunta también por qué Giovanny Hernández fue suplente y Falcao no estaba ni en la banca.
Todas son nimiedades, meras circunstancias. La verdad es que somos un pueblo limitado, mentalmente débil, irremediablemente mediocre. No hay análisis futbolístico que nos valga. Somos República Checa, pero menos rubios. Nos fascina usar el discurso de que jugamos mejor y merecimos ganar, pero que la suerte no estuvo de nuestro lado. Es mentira, autocompasión pura. Nadie merece nada, debe trabajar por ello. Disfrutamos sentirnos pobrecitos, miserables, solo que no lo sabemos aun.
No somos tan diferentes ustedes y yo. Bienvenidos.