viernes, 10 de diciembre de 2010

50-50

La realidad es exactamente lo opuesto a lo que creemos estar viviendo, una cosa es lo que debería ser la vida, y otra diferente lo que en efecto es. El pasado once de julio, por ejemplo, casi cien mil personas asistimos a lo que creíamos era la final del mundial de fútbol. Yo podría jurar que así fue. Tengo la boleta de entrada, las fotos que tomé, el frío que aguanté, el recibo de lo que pagué por una gaseosa sin gas y un perro caliente hecho con pan rancio.

Pero todo fue un montaje. Me niego a creer que fútbol es esto que me ha tocado vivir. De niño leí la historia de los mundiales y aprendí que en las finales los equipos daban lo mejor de sí, y que muchas selecciones salieron campeonas después de remontar un marcador adverso.

Me parece entonces que la última final se jugó en 1986, y que a partir de allí lo que nos han vendido como el partido más importante de cada cuatro años no ha pasado de ser un juego entre amateurs. Entre las seis finales que se jugaron después de ese Argentina - Alemania en Ciudad de México nos ha tocado ver dos definidas en los penales, dos en la que los goles se marcaron solo en jugada de pelota quieta, cinco en las que el perdedor no anotó, e incluso una en la que el vencedor tampoco marcó. Fue en el Mundial de Estados Unidos, donde el partido decisivo resultó ser, como dijo un escritor días después, una reverenda porquería.

No se trata de decir que la de este mundial africano fue un asco, pero queda el sabor amargo de que Holanda se dedicó a reventar balones en la final, como si con el empate fuera a salir campeón, y que España, justo vencedor de este asunto, ganó sus últimos cuatro partidos por 1-0. En estos tiempos de escasez de goles, la Suecia de 1958 habría salido campeona del mundo dos veces con los que marcó en esa final contra Brasil.

Con el Apartheid ocurre lo mismo que con el fútbol. Creemos que su fin, hace ya dos décadas, es una verdad de a puño, pero uno podía sentir la tensión racial con solo pararse en cualquier esquina de Sudáfrica. Los meseros, los taxistas, los cajeros de supermercado, los del aseo, los que cuidan carros y en general los que tienen los trabajos menos calificados y peor remunerados, eran negros, y se les notaba una mezcla de miedo, resentimiento y servilismo forzado hacia el blanco. No creo que todos las personas seamos hermanas ni que queramos lo mejor para la otra, yo creo que en el fondo todos nos odiamos de una manera visceral, y que en lugares donde el tema racial debe manejarse con pinzas de cirujano, el odio es más evidente.

Lacia, el taxista negro que me llevó al aeropuerto, trabajó en Pretoria como pintor de fachadas todos los días durante doce horas hasta hace un año, y renunció porque su empleador blanco le pagaba 10 euros diarios y no le reconocía prestaciones ni el transporte. Cuando le pregunté cómo veía el asunto del Apartheid, contestó que aun existía, solo que era ilegal, y que si un blanco quería hacerle daño él tenía ahora el derecho a luchar por su vida. Agregó que recuerda los tiempos de la segregación cuando era joven, y que algunos blancos que en ese entonces lo trataban como a un ser inferior, aun lo siguen haciendo, solo que con una pizca de sutileza.

Ulrich, el alemán que me dio posada durante la copa, le da un chance de 50- 50 a Sudáfrica. Trabaja en finanzas y cree que es posible aprovechar todas las riquezas del país para convertirse en una potencia mundial, pero ve igual de factible que la tensión racial explote y que el país termine como Zimbabwe, donde la corrupción, la violencia y la pobreza reinan. Está feliz en Johannesburgo, donde tiene un buen empleo, una linda casa con jardín y piscina, y una esposa negra, pero dice también tener todo planeado para dejar el país en cuestión de días en caso de que ocurra lo segundo. No en vano nació en Alemania.

El Mundial fue una burbuja dentro de esa otra burbuja que es la Sudáfrica turística, ahora ya no quedan turistas ni equipos de fútbol. Lentamente, los mendigos que ocultaron durante la copa vuelven a pedir limosnas en los semáforos de siempre, todo vuelve a su precio normal. Por manejar hasta el aeropuerto, Lacia me cobró poco más de la mitad que lo que le pagué a Solly, el taxista que me llevó hasta a la casa de Ulrich el día que llegué a Sudáfrica. Antes de subirme al avión compré tres vuvuzelas con el mismo dinero que una semana atrás solo me hubiera alcanzado para una.