A nadie le enseñan a verbalizar sus emociones, que es tan importante. Nos enseñan a escribir, que no es poca cosa; pero escribir no sirve de nada si no nos instruyen en el proceso de convertir en palabras el caos de la cabeza. No sabemos verbalizar, de ahí el miedo ante la hoja en blanco.
Por eso ve uno tanto desadaptado, tanto infeliz, tanto divorciado. Un día cualquiera usted se despierta triste y no sabe por qué. Trata de procesarlo, pero es incapaz de traducir las emociones en verbo.
Si pudiera le diría a su esposa que no le inspira el mismo sexo de antes y que eso ha deteriorado la relación, pero que va a hacer todo lo posible por revivir el deseo. Si lograra volver sus miedos en palabras quizá hasta escribiría una carta que los haría tener el mejor sexo de sus vidas ahí mismo.
Pero no puede. Se despierta entonces y no la besa de buenos días, luego se baña y deja la toalla en el piso porque sabe lo mucho que ella lo detesta, y a la hora del desayuno dice tres frases hirientes. Ella se ofende, lo insulta de vuelta y tienen ya no el sexo de la vida, sino la pelea que acaba por dinamitar lo que antes fue una historia de amor única.
Descubren entonces que no se soportan y que pasaron años de su vida, los mejores tal vez, junto a un completo extraño con el que no tenían nada en común.
Verbalizar el desespero del descubrimiento es aun más difícil porque llevar a las palabras el sentimiento de asco es casi imposible, y porque reconocer que se tomó una decisión equivocada puede acabar con la autoestima.
Hablar para que nos entiendan no es poca cosa, es tan difícil como construir un cohete. La guerra es el fracaso máximo de la dialéctica; se disparan balas cuando no se tiene nada que decir.
El amor es un fracaso también. Hasta el más lúcido de los seres humanos se vuelve un tarado cuando pierde la capacidad de usar las palabras y empieza a entregar sus besos sin pensar en las consecuencias. Aunque ambas cosas salgan del corazón, destrozan más los besos que se dan que las palabras que se pronuncian.