domingo, 27 de marzo de 2011
Miami
Vengo de conocer Miami, un lugar que había evitado toda la vida.
Yo solía decir que la ciudad era un híbrido, ni Estados Unidos ni Latinoamérica, que había que cercarla y declararla república independiente a ver qué hacían todos esos latinos sin la ayuda de la primera potencia del mundo. Nunca le vi sentido a pasar más de treinta años cuidando mi hoja de vida para dañarla yendo a Miami.
Qué equivocado estaba. Miami tiene lo mejor de los dos mundos, mezcla el orden norteamericano y el calor latino. Se vive bien y tranquilo, con razón los jubilados la eligen para pasar su últimos días.
La llegada no es fácil, eso sí. Nunca es fácil entrar a Estados Unidos. Los agentes de seguridad en Bogotá hacen quitar los zapatos como si uno no se hubiera rebajado lo suficiente en esta vida, como si no hubiera aceptado malos empleos con peores sueldos, por ejemplo.
Quién sabe qué está llevando la gente en sus zapatos para que se los hagan quitar, y quién sabe qué maquina no se han inventado para que un requisa normal no lo detecte. Yo pensaba que lo peor que podía guardar una persona en los zapatos era pecueca.
Por fortuna había escogido para ese día unos zapatos muy bonitos, de mis mejores pares; unos Clarks de cuero entre habano y verde con suela interna roja. Quedé indignado, pero dejé la imagen de ser un hombre con buen gusto.
Luego revisan cuatro veces el pasaporte antes de subir al avión, como si uno hubiera cambiado de identidad entre el counter de la aerolínea y la sala de espera. En ese momento se pregunta uno si vale la pena tanto trauma para ir a Estados Unidos.
Igual aborda el avión y tres horas después aterriza para descubrir que no se está en Estados Unidos, sino en Miami, que es lo más parecido que existe; una ciudad llena de latinos que hablan español, pero no entre sí.
Me quedé en un hotel en South Beach que no hubiera podido pagar de mi bolsillo, el Mondrian, todo cortesía de la gente de Bacardí que me invitó al lanzamiento de su campaña mundial de consumo responsable, cuya imagen es Rafael Nadal, el mismo que vimos en Colombia días atrás (adjunto foto).
La piscina del lugar estaba llena de mujeres por las que uno daría todo, hasta 1,75 de los dos testículos con los que nació, por estar con ellas, aunque al final se fuera muy infeliz. Se ven tan bonitas, pero tan vacías. No tendría uno nada de qué hablar ni alcanzaría el dinero para mantenerlas.
Supe enseguida que desentonaba, que yo no pertenecía al sitio, que no tenía ni la ropa, ni el cuerpo, ni la actitud, ni el bronceado para estar ahí. Subí entonces al gimnasio y me puse a correr en una máquina desde donde podía ver perfecto a tres mujeres que se asoleaban en topless.
Y no entiende uno qué necesidad tienen las mujeres de broncearse medio desnudas, cuál es la incomodidad de verse las tetas de un color diferente al del resto del torso, si para un hombre una teta es una teta, y venga como venga igual intimida.
Uno las ve tiradas en la playa, medio desnudas también, cubiertas por una delgada película de sudor e imagina cómo sería tenerlas así, pero en la cama. La cabeza se va envenenando y uno trata de disimularlo con su mejor esfuerzo, posa de civilizado y primermundista, pero no sé si se darán cuenta de que se está haciendo lo posible para no írseles encima. Es raro que Estados Unidos tenga leyes tan permisivas en el tema de venta de armas pero no permita la violación en casos especiales.
A uno le dicen que en Colombia están las mujeres más bonitas, pero es mentira, todas se fueron a Miami. Yo no sé de qué universo paralelo salen tantas hembras, una detrás de otra. La mañana que fui a la playa me crucé con media docena de suecas que había llegado a la Florida escapando del invierno. ¿A qué dios vikingo hay que chupársela para estar con una sueca?
Horas más tarde volví al hotel comiéndome un mango verde que había bajado de un árbol a pocas cuadras de allí. Yo iba a pie y al mismo tiempo un hombre llegaba con dos mujeres espectaculares en un Ferrari. Definitivamente Miami no es mi lugar en el mundo.
Aun así me gustó la ciudad. Es ordenada, la gente respeta, está junto al mar (y uno paga lo que sea por estar junto al mar). Es cierto que está la “actitud Miami”, que es insoportable, pero yo creo que se puede vivir allí si se lidia con la menor cantidad de inmigrantes latinos posible. La clave es mantenerse lejos de Ocean Drive y de Lincoln Road, pero cerca del mar, porque la valía de Miami no es su gente sino su geografía.
Terminado mi sueño de hembras bronceadas llegó la hora de volver a Bogotá. En la fila para chequearme en el aeropuerto alcancé a contar once personas (todas colombianas) y veintiocho maletas. El límite de peso era de 23 kilos por pieza y la más liviana, calculo, estaba en 22,8. Se me ocurrió entonces que las autoridades están buscando en el lugar equivocado y que el problema no es la droga que va de Colombia a Estados Unidos, sino toda la basura que compramos allá y traemos al país.
Se me colaron cuatro personas, mis compatriotas pasaban por encima mío con excusas, con risitas, haciendo como si yo no estuviera ahí, pretendiendo estar pendientes del equipaje o de la abuela. Nadie hacía caso a lo que decía el empleado de la aerolínea, que daba ordenes para que todo fluyera mejor.
Fue una muestra gratis de lo que me esperaba a mi regreso a Colombia. Quienes iban con sobrepeso en su equipaje se quejaban, la fila era un espectáculo de gente pasando cosas de una maleta a otra para que todo encajara. La fila no era uno detrás de otro, sino todos amontonados a ver quién pasaba primero. No era una fila india, sino de indios.
Se monta uno en el avión y tres horas después vuelve a la tierra donde nació para ver que la gente no es bonita (y que en ese tema estamos más cerca de Bolivia que de Miami) y que los carros se van encima del peatón en vez de cederle el paso. Al final se descubre, como cuando descubrimos esas respuestas obvias que hemos tenido al frente todo el tiempo sin darnos cuenta, que el problema no es Miami, sino Colombia.
Yo, que según el sistema colombiano estoy a unas dos mil semanas de jubilarme, espero poder pasar mi vejez en la Florida. Las otras opciones son Nueva York y Barranquilla, pero Nueva York te mata de frío en invierno y de humedad en agosto, mientras que mi ciudad natal no tiene tantos aires acondicionados.
Será Miami. Eso si de aquí a allá no la han cercado y para entonces la ciudad ya no hace parte de Estados Unidos sino de Cuba, por decir algo.