miércoles, 16 de marzo de 2011

El discurso del rey

Hay algo de poesía en un tartamudo que va a ver El discurso del rey en soledad. Mejor si es a plena luz del día en un teatro semivacío lejos de casa; lo que sea con tal de no encontrarse a alguien conocido que crea que uno está buscando inspiración en el lugar equivocado.

Varios quisieron ir conmigo a ver la película, como si esto fuera un juego, como si yo fuera un fenómeno digno de ser mostrado en circos o en la academia. Un par de tartamudos me invitaron también. No había posibilidad, esto no es Alcohólicos Anónimos.

Tengo claro que mi padre nunca será rey de Inglaterra y que no hay trono esperándome, pero imposible no sentirse identificado con Colin Firth, más allá de que su forma de tartamudear sea la acertada o no (que la es la mayoría de las veces). Hijo de un rey o de un hombre que apenas llegó a quinto de bachillerato, los tartamudos somos iguales.

Yo una vez hice un discurso. Fue hace 15 años frente a los 120 estudiantes de primer semestre de Comunicación Social. Era el examen final de una materia llamada expresión oral y debíamos darlo elegantes, en un auditorio, y tenía que durar ocho minutos. Suena a poca cosa, pero ocho minutos frente a más de cien personas usando una corbata mal anudada es una tortura para un tartamudo. Para alguien que habla de corrido, también.

Fui el mejor del semestre. Hablé durante 12 minutos, no porque tartamudeara sino porque me dejé ir y lo que era un discurso preparado terminó siendo una improvisación inolvidable. Ese día hablé de corrido y aún hoy no se cómo lo logré. A veces me dan ganas de repetir ese momento una y otra vez, pero no logro dar con él.

Tenía que sacar cuatro para aprobar la materia con tres, pero saqué cinco. Manejé al público a mi antojo, al final todos aplaudían y las mujeres me lanzaban besos. Fue la primera vez que supe que podía usar mi tartamudeo para tener sexo. A partir de allí, más de una vez me han dicho que mi tartamudeo es sexy. Yo no le veo nada de deseable a un tipo que no puede modular palabra tratando de decirle a una mujer que la ama.

De la película me queda algo que puede sonar obvio pero que yo no había pensado nunca: un tartamudo se hace, no nace. Nadie llega al mundo hablando trabajosamente, algo pasa en la infancia, entre los cuatro y ocho años por lo general. Al rey le prohibían usar la mano izquierda y bloqueó el recuerdo, pero lo que bloqueamos por un lado siempre termina saliendo por otro. Algo terrible pasó en mi infancia y quedé tartamudo. Estoy en paz con eso porque no me ha ido del todo mal. Pudo ser peor, pude haber sido psicópata, violador, político, publicista.

Yo soy zurdo también, y aunque nunca me negaron usar la mano izquierda como al rey, sospecho ahora que ser zurdo y tartamudo está muy ligado. Somos doblemente especiales, doblemente tarados.

“Tengo una voz”, decía Colin Firth. Es cierto. Una voz que nos hace sonar como idiotas aunque tengamos un cerebro brillante. Desarrollamos entonces la timidez, el pánico, el humor también. Nadie tiene mejores chistes sobre el tartamudeo que yo. Los cuento y ya nadie se atreve a competir.

La cara de angustia del actor antes de hablar en público es lo más fiel a la realidad. Es un miedo incontrolable que sale de las entrañas, que no se sabe desde dónde atacar y que termina devorándolo a uno. Yo todo el día vivo con cara de Jorge VI antes de hablar en Wembley. La angustia la da la resignación de saber que no importa lo que se haga, uno va a ser siempre un tartamudo. No importan los trucos, las ayudas, los ejercicios, la mejor voluntad de Geoffrey Rush o de un terapeuta del común, todo es un engaño. Un tartamudo que habla de corrido es un estafador.

También es cierto lo de leer con música para no oír la propia voz. Funciona tanto como cantar lo que uno quiere decir. Yo no me trabo cuando canto, ni cuando rezo, y si hablo con audífonos puedo llegar a ser deliciosamente fluido. El problema es que andar por ahí cantando las cosas lo deja a uno como un idiota. Sin embargo, si yo hubiera sido Jorge VI, el discurso de la declaración contra Alemania lo hubiera dado oyendo música. Hubiera perdido la Segunda Guerra Mundial, seguro, pero habría dado un discurso más memorable aún.

Nunca antes había derramado una lágrima por mi tartamudez, pero viendo la escena del discurso final no pude parar. No lloraba por Jorge VI, lloraba por mí, por todas las veces que quise hablar de corrido y no pude. Maldito el cine y sus momentos cursis.

La diferencia entre el personaje de Firth y yo es que él deseaba intensamente superar su problema. Más que desearlo, lo necesitaba. En cambio, la última vez que estuve en terapia descubrí que a mí tartamudear me sirve para pasar agachado y evadir responsabilidades. Y teniendo en cuenta lo vago que soy, es una condición perfecta que no quiero perder nunca. No dejar de tartamudear es no crecer jamás.

Pese a todo, terminó la película y salí convencido de que la terapia fue para los dos. Luego se lleva uno la decepción de la vida al contestar el teléfono para descubrir que se sigue tartamudeando y que tanto esfuerzo, tanta inspiración, tanto revolcarse en la silla y hacerle fuerza al rey no sirvió para nada.

Hay todo el heroísmo del mundo en pararse frente a un micrófono para entrar en guerra contra el tirano más grande que ha dado la humanidad. Hay también mucho de poesía en un tartamudo que trata de superarse, pero nada de épica.


Publicado en la Revista SoHo.

http://www.soho.com.co/cine/articulo/el-discurso-del-rey-vista-tar-ta-mudo/22656