Llevo seis días sin bañarme y doce sin afeitarme. No me depilo la zona púbica hace trece meses y no lavo la ropa desde febrero. Suelto el baño dos veces por semana y prescindí del papel higiénico.
Era octubre del año pasado cuando aspiré la alfombra por última vez, me lavo los dientes un día no y el otro no sé, las hojas de un eucalipto cercano llevan más de un año acumulándose en el marco de mi ventana.
Meto la mano al clóset y me visto con lo primero que encuentro; desayuno, almuerzo y como en el mismo plato desde el semestre pasado. Llevo un año sin prender la estufa, todo lo preparo en el microondas y queda a medio cocinar.
Todo está echado a perder: el sofá blanco de la sala tiene manchas de jugo de naranja y salsa boloñesa, en la nevera hay un frasco de encurtidos que venció en 2009 y un pedazo de queso que ha desarrollado vida en su superficie.
La humedad ya ha acabado con la pintura de las paredes y los periódicos se acumulan en la puerta de la entrada. En enero de este año prometí cancelar la suscripción, pero no he tenido fuerzas.
Dejé de saludar a los porteros del edifico un domingo cualquiera. Cuando entro o salgo paso por encima de ellos sin modular palabra. Ya no tengo internet ni televisión por cable, me cortaron la luz pero la reconecté pirata, no contesto el teléfono fijo desde abril y el celular se descargó hace tres semanas.
La idea de morir me seduce. Mientras me dejo tentar, ensayo pequeñas muertes. No sé qué hago frente a este computador y no en el fondo de un cenizario.