Llego a casa a comer brownies como si fueran tu boca.
Esta mañana me vestí para ti, quería verte y que me vieras. No escogí lo mejor que tengo, no lo saqué del closet pensando en que te fuera a gustar (nunca he visto a ninguno de tus amigos con pantalón caqui). Elegí la ropa porque me hacía sentir seguro. Todo calculado, hasta las medias a rayas horizontales que combinaban con pantalón y camisa. Contigo hago todo lo posible para lucir cómodo, convencido de mí mismo, como si el mundo me valiera verga. Lo que sea con tal de que no notes que por dentro me derrumbo.
Soñaba con verte porque después de hacerlo quedo con tu olor en mis manos por el resto del día. Ahora, en cambio, es tarde en la noche, estoy solo, veo un partido de fútbol y huelo a chocolate. Los médicos dicen que la televisión atonta y que el amor y el chocolate tienen el mismo efecto, pero yo no lo creo. Creo en cambio que te quiero con una devoción que nunca había visto en mí. Te quiero más que al fútbol.
No sé en qué momento las cosas se complicaron. Estuvimos cerca toda la mañana, pero nos vimos segundos apenas. Veintisiete según mi reloj. Si acaso nos tocamos. Es un hecho que no notaste mi ridículo pantalón, ni la camisa pretenciosa. Ya no vale la pena mencionarte las medias a rayas, tan iguales al resto que parecía que a todas las prendas las hubiera parido la misma máquina de hacer ropa.
Yo maldije a la vida, arrastré los pies en protesta silenciosa (los zapatos combinaban también) y recordé la frase que dice que en los trenes, como en el amor, hay que llegar a tiempo para que todo funcione.
Vagué entonces el resto del día como si cargara un muerto que no era mío y volví tarde a casa a tragarme un brownie como si fuera tu boca. Evidentemente no eran tus besos, solo era chocolate, pero algo de razón deben tener los doctores cuando afirman que una cosa se parece a la otra, que para eso estudian toda la vida.
Yo, para serte sincero, no les hallé el parecido.