Sueño que me hacen el paseo millonario. Y es una tragedia, porque yo, que hasta hace poco me dormía pensando en la mujer que me gustaba, ahora me levanto con la frente arrugada, los dientes apretados y las cobijas enredadas.
La culpa la tiene un amigo al que le hicieron hace poco el paseo millonario (lo justo sería decir que la culpa la tienen los que le hicieron el paseo, pero la vida no es justa).
Paranoico como soy, cada vez que cojo un taxi juro que ahora sí es el final de la racha, porque uno no puede vivir en Bogotá y pretender que nada malo le pase.
Hoy de regreso a casa me tocó un taxista español. Está en Colombia porque mataron a su esposa y anda en trámites del caso. Vino con sus hijos y calcula que le falta un año y medio más antes de poder volver a su país.
Y me sorprendió que siendo extranjero tuviera todos los vicios de los taxistas locales. La charla fue amable durante el camino, pero hizo todo lo que haría un curtido chofer local. Cuando lo paré me preguntó para dónde iba, cosa que ya no extraña porque en Bogotá los taxistas no van a dónde el cliente necesita sino a donde ellos les da la gana.
Después de negociar dejarme a tres cuadras de mi destino final, me dijo que necesitaba poner gasolina (tercera vez en la semana que un taxista me pide tal petición). No sé si le pase a usted, pero yo veo que el taxi se sale del protocolo, cambia de ruta, se pincha, le falla el embrague, se le traba un cambio, y entro en pánico.
Llegado a mi destino (a tres cuadras de mi destino en realidad) el conductor no oprimió ese botón del taxímetro que convierte las unidades en dinero y tampoco me dejó ver la tabla de valores porque no la tenía en el espaldar del copiloto, como manda la ley. Puso cara de matemático, hizo cálculos, le sumó el recargo nocturno, no le restó el desvío hacia la bomba de gasolina y botó un precio. Sabía (sospechaba) que había sumado mal, pero igual le pagué con un billete y no me dio cambio porque no tenía monedas. El tipo afirmaba ser español (hablaba como tal), pero hizo todo lo que estaba a su alcance para aspirar con honores a la nacionalidad colombiana.
Cualquier otra persona hubiera peleado, puesto una queja, hubiera al menos anotado las placas para llegar a la casa y botar el papelito a la basura. Yo no, yo lo tomé todo con el mejor de los ánimos. Que lo lleven con condiciones, que no lo dejen en la puerta sino cerca y que cobren lo que se les de gana son concesiones que deben darse si se quiere seguir sano.
A esta altura del juego uno no está para pelear por dos mil y trescientos metros; solo quiere llegar a salvo a casa para poder seguir soñando, no con la mujer que nos vuelve locos, sino con paseos millonarios entre nubes de algodón.