jueves, 23 de junio de 2011

Mi herencia

Mi padre tenía cincuenta mil pesos en la billetera cuando murió, aunque de esa plata no vi un centavo.

Cincuenta mil pesos para un hombre de setenta años que trabajó hasta que su cuerpo se lo permitió. Nada de tarjetas de crédito, ni de ahorros en un fondo de pensiones, ni de cdt´s, ni de cuentas en las Islas Caimán (que es donde uno oye que la gente esconde la plata para que no se la coman los impuestos). Dos billetes de veinte mil y otro de diez mil que se usaron en recargar un teléfono celular, tomarse unas gaseosas y coger un par de taxis.

Era un buen tipo, aunque nunca llegó a ser el padre que quiso. Ahora está muerto, que es como sirve la gente. Pasa que personas que hicieron todo para darnos alegrías terminaron causándonos infelicidad, por eso muertas sirven al menos para mandarnos fuerzas desde lejos.

Ayer estuve en su cuarto sacando cosas. Estaba a años, meses tal vez, de convertirse en anciano. Sus pertenencias ya olían a rancio, casi todas eran viejas y guardaba objetos que ya ni usaba. Todos lo hacemos, pero lo que guardaría uno es, por decir algo, un cargador de iPod a medio morder, un control de DVD descompuesto.

Lo de él, en cambio, eran libros de contabilidad de una finca, decenas de cachuchas viejas, cosas apuntadas en papeles sueltos, un tarro de bicarbonato de sodio, una cuchilla de afeitar oxidada, un llavero de la empresa donde trabajó hasta hace quince años, unos cuantos pañuelos de tela, cinturones de cuero curtidos, un libro de agronomía y otro de ganadería (ambos a punto de descuadernarse). Tenia también un par de escritos de mi blog impresos (“Deberes” y “Coherencia en el discurso”). Ambos los tiré a la basura, que es a donde pertenecen.

Mi padre tenía una memoria excepcional, es tal vez el hombre más inteligente que he conocido. Murió lúcido, pero sospecho que estaba a minutos de volverse un viejo inútil.

De todo lo que encontré en su cuarto fue poco con lo que me quedé: la tarjeta sim de su celular (no así el aparato, que es ahora de mi madre), un rosario musulmán que había comprado para él en Israel, la National Geographic del mes de abril que leyó mientras estaba en el hospital y su billetera.

Dicho ya que los cincuenta mil pesos volaron en menos de una mañana, en ella quedaron sus dos cédulas (vieja y nueva), el carnet de la EPS que no pudo salvarlo, la licencia de conducir, la tarjeta supercliente diamante Carulla de mi hermana (no alcanzó a entregársela), el certificado electoral de las pasadas elecciones presidenciales y una estampa con la oración al espíritu santo impresa en la parte posterior.

Se trata de una billetera negra de cuero, sencilla, con pocas cosas, igual a la mía aunque nunca nos pusimos de acuerdo para comprarlas. Yo, que toda la vida traté de no parecerme a él, tengo, además de su cara, su misma billetera. He cargado con ella todos estos días para hacer diligencias varias. Ando por la calle con la billetera de mi padre y es como si llevara a cuesta sus cenizas.

Siempre tuve claro que no iba a quedar millonario luego de su muerte. Lo que me enzorra no es que me haya dejado tan escueta herencia, sino que tenga ahora que compartirla con mi hermana. Todo por mitades, menos la tarjeta puntos de Carulla; esa sí es toda para ella.