Yo pude ser hijo de Augusto Ramírez Ocampo, o eso es lo que he pensado desde que mi madre me contó que él la cortejaba cuando eran jóvenes (así se decía en esa época).
Fantaseé durante mucho tiempo con el asunto, porque Ramírez Ocampo pertenecía a esa élite bogotana que no me agrada del todo pero a la que me muero por pertenecer porque viene al mundo llena de privilegios.
Yo, en cambio, era un costeñito, hijo de un hijo de inmigrantes árabes y una cachaca clase media desterrada de su tierra por la enfermedad de su padre, mi abuelo, que terminó muriendo junto al mar pese a haber descendido los 2600 metros de altura que separan a Bogota de Barranquilla, como le aconsejó el doctor.
Yo era feliz en Barranquilla, quería a mi padre a mi manera, pero no soportaba el calor, me sudaban las manos, no me servía ningún desodorante. Vivía a menos de diez cuadras del colegio y llegaba empapado a clases. Iba a paso lento y sudaba como si hubiera ido corriendo.
En esa época soñaba con Bogotá, un lugar donde la gente no sudaba y se vestía bien, de negro cerrado. Lo sabía porque veía en álbumes viejos (aun los tengo) las pintas de mis abuelos y de mi madre joven. Yo quería esa ropa, quería pasear por esas calles del centro que parecían Europa sin serlo, y no por el descuidado Paseo Bolívar de Barranquilla.
Augusto Ramírez Ocampo hubiera podido salvarme de ese calor, de esos buses destartalados, de esa ciudad con arroyos. Hubiera podido ponerme en el Country, rodeado de herederos como yo; pero la historia es otra y yo solo voy a heredar un esmoquin, unos Crocs negros que no me gustan y un celular desde el que no se puede entrar a internet.
Odié a mi madre durante un tiempo por no haberle puesto atención, aunque, a juzgar por lo que vi de él en televisión, de golpe no lo hizo porque era un poco aburrido. Dicen mis amigos que menos mal no fui hijo de él, que me salvé de ser un cachaco creído de cejas alborotadas. Tienen razón en lo primero, no en lo segundo; mis cejas de árabe son un desastre.
No ser hijo de Ramírez Ocampo probablemente me salvó de heredar la insuficiencia cardiaca que lo llevó a la tumba, pero me condenó a estar en alto riesgo de enfermar de cáncer, como buena parte de mi familia paterna.
Adolfo, mi papá, murió esta mañana en un hospital de Barranquilla.
Perder en una misma semana al hombre que pudo ser mi padre y al que en efecto lo fue es una sensación que no acabo de entender. Al primero, como todo padre hipotético que se respete, no llegué a conocerlo. Al segundo, en cambio, espero darle algún día los nietos que no conocerá.