Mi mamá siempre decía que no me aprendiera las lecciones de memoria. Era mejor, según ella, que en vez de decirlas al pie de la letra las asimilara y las recitara con mis propias palabras. Hacía énfasis en que era preferible sacar 4 con una lección entendida, que 5 con palabras de memoria.
Pero eran otros tiempos, no existía el internet, por ejemplo, que pone nuestra memoria a prueba todos los días. No había Hotmail ni Twitter. No nos pedían el usuario de Grooveshark ni la contraseña para entrar a la página del banco. Pese a las sabias palabras de mi madre, el sistema educativo de hoy debería reforzar la memoria de sus estudiantes para que puedan recordar sus datos de internet. Menos matemáticas y biología, más ejercicios de repetición.
Por seguir los consejos de mi mamá puedo formarme una opinión de cualquier tema sin importar lo que digan los otros, pero soy incapaz de recordar mis contraseñas. Tengo 12 diferentes, no repito nunca, para que el día que me hackeen me roben algo, pero no todo.
Pensar que uno es digno de ser hackeado, he ahí una alta autoestima. La verdad es que quien quiera entrar a mis cuentas puede hacerlo, no va a encontrar allí mucho más que lo que podría encontrar en mi nevera: medio limón exprimido, 12 centímetros de salchichón, una leche vencida y dos ratones muriendo de hambre. Las fotos sin ropa que le mandé a todas las mujeres que acosaba sexualmente ya fueron borradas desde que Germán Vargas Lleras amenazó con la Ley Lleras. (¿Por qué no se llama Ley Vargas?).
El hecho es que digito la contraseña de Twitter cuando entro a Gmail y la de Facebook en Skype. A fuerza de mezclarlas he bloqueado mis cuentas un par de veces. Puede ser descuido, o que me estoy volviendo viejo, como dice una amiga.
Mi papá sí era viejo, y aún así poseía cuenta de correo. Tenía 70 años cuando murió, tres meses atrás, y la tenía hacía poco. Antes había abierto otra que había caducado por falta de uso, así que con esta nueva hacía el esfuerzo de entrar cada tanto así no tuviera nada que leer ni mucho que escribir.
Al menos una vez a la semana me mandaba correos como por no dejar, y hasta el último día no me dejó de parecer extraño abrir los mensajes de un remitente que tenía mi mismo nombre. Sabía que era mi padre, más allá de que a veces pensaba que era yo que me había deschavetado y me estaba enviando correos.
Alguna vez me dio la clave para que revisara su cuenta y yo, confiado de mi memoria, no la anoté. La memoricé y entraba con frecuencia para mantenerla activa.
El otro día traté de entrar y no di con ella. La necesitaba para recuperar unos correos que le había mandado después de muerto. A mi padre suelo escribirle contándole cómo va la vida y el fútbol, qué ha pasado con mis hermanas, cómo me siento, en fin, cosas que nos contamos entre los vivos pero que rara vez compartimos con los muertos.
He digitado la contraseña una y otra vez, y siempre me sale error. No cambio la fórmula, la escribo igual porque soy testarudo y confío en mi memoria. Espero que algún día, cuando los de Hotmail sepan que el Adolfo Zableh de verdad está muerto, y que es su hijo desesperado el que intenta ingresar, me dejarán borrar todos los mails que le he mandado en lo últimos meses, o al menos reenviármelos.
Publicada en la edición de septiembre de la Revista Enter. www.enter.co