Yo sueño con que me compren, con que mis defectos pasen desapercibidos y alguien pague una millonada por mí, pero nadie muerde. Por eso siempre estoy pendiente del celular más allá de la plata que me saca en facturas y el tiempo que me roba en centros de atención al cliente. Lo contesto ansioso, esperando esa llamada que nunca va a llegar.
De niño nunca me buscaron de un equipo de fútbol, ahora de adulto las editoriales me ignoran. Acertaron, porque al primero lo hubiera mandado al descenso mientras que a las segundas les haría perder una fortuna. A cambio llaman viejos amigos de colegio, ex compañeros de trabajo, mi madre, mi jefe, los de Telmex y Codensa a cobrar. Todas son conversaciones sin gracia, inoportunas, accidentes que pasan mientras se produce esa llamada definitiva.
Avianca compra a Aces, Nike a Umbro, Adidas a Reebok, Procter a Gillette, Mars a Wrigley´s, Intel a McAfee, Microsoft a Skype. A nosotros, en cambio, no nos adquiere ni el vecino.
Y hace bien porque lo de uno son sueños de grandeza sin fundamento. Yo no soy negocio, no soy rentable. Al corto plazo puedo ser encantador, pero al largo produzco pérdidas. A una mujer, por ejemplo, puedo ofrecerle quince minutos de conversación agradable y tres chistes prestados que la van a hacer reír, o no; a partir de allí todo irá en decadencia. Si no sale corriendo al minuto dieciséis corre el riesgo de ser infeliz por el resto de su vida.
Hay quien se pasa la vida esperando una llamada improbable. En este momento media humanidad hace fila en la sede de su operador celular, que certifica que las llamadas tendrán cobertura nacional, pero no garantiza que alguna de ellas lo salve a uno del tedio de esta tarde. Las personas están aburridas, a la espera de algo que ni ellas mismas saben qué es, por eso hay tantas que llegan a un restaurante y lo primero que hacen es poner sobre la mesa un celular que no es la respuesta a nada.
Nuestro problema es creer que tenemos que ser salvados, cuando la verdad es que nadie necesita ser salvado de nada. Por eso Dios, los príncipes azules y Movistar son tan inútiles.
Avianca compra a Aces, Nike a Umbro, Adidas a Reebok, Procter a Gillette, Mars a Wrigley´s, Intel a McAfee, Microsoft a Skype. A nosotros, en cambio, no nos adquiere ni el vecino.
Y hace bien porque lo de uno son sueños de grandeza sin fundamento. Yo no soy negocio, no soy rentable. Al corto plazo puedo ser encantador, pero al largo produzco pérdidas. A una mujer, por ejemplo, puedo ofrecerle quince minutos de conversación agradable y tres chistes prestados que la van a hacer reír, o no; a partir de allí todo irá en decadencia. Si no sale corriendo al minuto dieciséis corre el riesgo de ser infeliz por el resto de su vida.
Hay quien se pasa la vida esperando una llamada improbable. En este momento media humanidad hace fila en la sede de su operador celular, que certifica que las llamadas tendrán cobertura nacional, pero no garantiza que alguna de ellas lo salve a uno del tedio de esta tarde. Las personas están aburridas, a la espera de algo que ni ellas mismas saben qué es, por eso hay tantas que llegan a un restaurante y lo primero que hacen es poner sobre la mesa un celular que no es la respuesta a nada.
Nuestro problema es creer que tenemos que ser salvados, cuando la verdad es que nadie necesita ser salvado de nada. Por eso Dios, los príncipes azules y Movistar son tan inútiles.