domingo, 2 de diciembre de 2012

Navidad y existencialismo


Ahora que empieza diciembre y no sé cómo terminé en un centro comercial al que no le cabe un adorno navideño más y donde cada almacén está más lleno que el anterior, lo tengo claro: el mundo es un mejor lugar en tiempos de guerra.

El mundo es mejor en tiempos de guerra, con seres humanos humildes que agradecen cada nuevo día pese a todo y sobreviven con lo mínimo; que festejan pocas cosas, sin gordura, sin lujos, sin objetos caros, libres de cosas inútiles como pianos de cola y anillos diamantes porque no sirven para comer. La guerra nos deshumaniza, ¿pero no lo hacen también RCN y Nike? Yo digo que la guerra nos vuelve prácticos.

Usted no se merece las cosas que posee. No las necesita pero igual las tiene, que es una forma de no merecerlas. Los parlantes Bose, el internet de banda ancha, los teléfonos inteligentes. Seguro quisiera botarlas, ¿pero con qué cara paga después las cuotas que aún debe?

Y la idea le llega clara a la cabeza después de entrar a la única tienda que hay en el país de Bang & Olufsen, una marca danesa de electrodomésticos de lujo que hace lucir a Apple como el Tía de la décima. Usted desea un equipo de sonido de la marca, pero luego recuerda esas películas de la II Guerra Mundial con judíos empeñando joyas y escapando a través de cañerías y entiende que, así tuviera el dinero, es un lujo innecesario. Se puede vivir sin lo último en audio y video.

Usted piensa y sus ideas no se callan pese al ruido de los niños que corren por ahí y al volumen de los villancicos en los parlantes. Entre más árboles de Navidad levantamos y más nieve artificial cae sobre las calles de nuestro país sin estaciones, peor estamos. Si celebramos cada vez con más ternura la Navidad es para olvidar que el mundo está podrido. El lío es que las tabletas de última tecnología alegran el rato, pero no sirven para callar la voz interior.

A mí me ocurre lo mismo que a usted. El otro día fui a la Zona Rosa de Bogotá y quise salir de allí no más verla de lejos. Llegué con la obligación de hacer compras de fin de año, pero convencido de que si le ganaba a diciembre me iría mejor. No era aún 25 de noviembre pero ya nada funcionada: las calles congestionadas, el alumbrado público que encandilaba, los árboles gigantes cargados de bolas y guirnaldas, los Papás Noel en la puerta de cada almacén con promociones amañadas (¿cuántas veces ha encontrado ese objeto que tanto quiere con el 40 por ciento de descuento que anunciaba la vitrina?)

La jornada de compras fue larga. Dos horas, cuatro almacenes y la bolsa vacía. Entré a recargar fuerzas en una heladería y noté que tengo unos kilos de más; me sobran calorías como me sobran televisores: en mi casa hay tres y apenas somos dos personas. Alcé la cabeza y me sedujo una vitrina con el último LED. Se escapaba a mi presupuesto y no lo necesitaba, pero lo quería. ¿Debía comprarlo? Entré al almacén y mientras salía de la duda le compré a mi hermana el iPhone 4s que quiere. Me dice que el 4 a secas ya no la hace feliz y que piensa subastarlo en internet, aunque no creo que le den mucho por esa viejera. Así somos.

Publicada en diciembre de 2011 en la revista Enter