Ahora que empieza diciembre y no sé cómo terminé en un
centro comercial al que no le cabe un adorno navideño más y donde cada almacén
está más lleno que el anterior, lo tengo claro: el mundo es un mejor lugar en tiempos de
guerra.
El mundo es mejor en tiempos de guerra, con seres humanos
humildes que agradecen cada nuevo día pese a todo y sobreviven con lo mínimo;
que festejan pocas cosas, sin gordura, sin lujos, sin objetos caros, libres de
cosas inútiles como pianos de cola y anillos diamantes porque no sirven para
comer. La guerra nos deshumaniza, ¿pero no lo hacen también RCN y Nike? Yo digo
que la guerra nos vuelve prácticos.
Usted no se merece las cosas que posee. No las necesita pero
igual las tiene, que es una forma de no merecerlas. Los parlantes Bose, el
internet de banda ancha, los teléfonos inteligentes. Seguro quisiera botarlas,
¿pero con qué cara paga después las cuotas que aún debe?
Y la idea le llega clara a la cabeza después de entrar a la
única tienda que hay en el país de Bang & Olufsen, una marca danesa de
electrodomésticos de lujo que hace lucir a Apple como el Tía de la décima.
Usted desea un equipo de sonido de la marca, pero luego recuerda esas películas
de la II Guerra Mundial con judíos empeñando joyas y escapando a través de
cañerías y entiende que, así tuviera el dinero, es un lujo innecesario. Se
puede vivir sin lo último en audio y video.
Usted piensa y sus ideas no se callan pese al ruido de los
niños que corren por ahí y al volumen de los villancicos en los parlantes.
Entre más árboles de Navidad levantamos y más nieve artificial cae sobre las
calles de nuestro país sin estaciones, peor estamos. Si celebramos cada vez con
más ternura la Navidad es para olvidar que el mundo está podrido. El lío es que
las tabletas de última tecnología alegran el rato, pero no sirven para callar
la voz interior.
A mí me ocurre lo mismo que a usted. El otro día fui a la
Zona Rosa de Bogotá y quise salir de allí no más verla de lejos. Llegué con la
obligación de hacer compras de fin de año, pero convencido de que si le ganaba
a diciembre me iría mejor. No era aún 25 de noviembre pero ya nada funcionada:
las calles congestionadas, el alumbrado público que encandilaba, los árboles
gigantes cargados de bolas y guirnaldas, los Papás Noel en la puerta de cada
almacén con promociones amañadas (¿cuántas veces ha encontrado ese objeto que
tanto quiere con el 40 por ciento de descuento que anunciaba la vitrina?)
La jornada de compras fue larga. Dos horas, cuatro almacenes
y la bolsa vacía. Entré a recargar fuerzas en una heladería y noté que tengo
unos kilos de más; me sobran calorías como me sobran televisores: en mi casa hay
tres y apenas somos dos personas. Alcé la cabeza y me sedujo una vitrina con el
último LED. Se escapaba a mi presupuesto y no lo necesitaba, pero lo quería.
¿Debía comprarlo? Entré al almacén y mientras salía de la duda le compré a mi
hermana el iPhone 4s que quiere. Me dice que el 4 a secas ya no la hace feliz y
que piensa subastarlo en internet, aunque no creo que le den mucho por esa
viejera. Así somos.
Publicada en diciembre de 2011 en la revista Enter