Yo
perdí dos años en el colegio, y lo hice con estilo: 11 y 13 materias de las 16
que veía. Siempre sentí lástima de esos que lo reprobaban con tres asignaturas
(perder dos daba la posibilidad de hacer exámenes extraordinarios para pasar al
siguiente curso).
Igual
con las mujeres. Alcancé a vivir con una con la que tuve planes de boda e
hijos, pero nos separamos a los dos años. Haber puesto de nuestra
parte para terminar peor a como estábamos antes de conocernos me parece un
desperdicio. Ahora, en cambio, ando con una a la que empecé a odiar al segundo
día de verla. Hoy –vamos por el cuarto- ya no la soporto, ella tampoco. Eso sí es fracasar con toda.
Todo
esto viene al caso por la medalla de plata que consiguió Rigoberto Urán en los Olímpicos. Tanto esfuerzo para llegar segundo y que acá lo celebremos como si
hubiera ganado.
Cualquiera
que llegue a los Olímpicos es un deportista de primer nivel. No importa que la
selección de futbol femenino haya perdido sus dos primeros partidos ni que
Falla cayera en primera ronda contra Federer, ya estuvieron. Alejandro Falla es
el tenista número 51 del mundo, y eso es muy difícil.
Lo
de Urán es emocionante e histórico. Además de la de plata, este año fue séptimo
en el Giro de Italia. Hubiera podido quedar de 77, e igual sería un grande, porque
ningún deporte más cruel que el ciclismo y esas pruebas de tres semanas donde
toca estar montado en una bicicleta durante cuatro, cinco, seis horas diarias en subida y en bajada, con sol o con lluvia, calor o frío.
Por
eso no entiendo la obsesión de las autoridades con controlar el dopaje, si a la
larga todos se dopan, sino que no los agarran. Lo mejor sería incentivarlo, oficializarlo incluso, que el
COI y la UCI proveyeran las sustancias y las jeringuillas. Es más, deberían
aceptar motores de bajo caballaje en las bicicletas para que los ciclistas pudieran
descansar las piernas cuando la subida es muy dura.
Y
Urán es un ejemplo de lo que puede hacer una persona pese a
los obstáculos. Su mérito es haber ganado una medalla olímpica no gracias a lo que su
país le ha dado, sino a lo que le ha negado (y quitado: un padre asesinado), pero el hecho es que perdió la carrera. Perdió y nada tiene que ver con dónde nació. Esto no se trata de pobrecito, ni de que llegó sin piernas, ni de que mucho de malas haber mirado para atrás cuando no tocaba, ni de qué buen resultado para tratarse de un colombiano. En estas situaciones, minucias como la nacionalidad no importan.
Imposible
fue no emocionarse al verlo en el podio, pero yo sentí más rabia que alegría,
porque se esforzó y quedó cerca, pero igual acá celebramos como si un segundo
lugar fuera lo máximo, cuando no lo es. No ganó una plata, se le escapó el oro. Igual le fue a Rigoberto que a mí, que vi la carrera acostado en mi cama: ninguno de los dos llegó primero.
A veces creo que los colombianos preferimos perder por a miedo ganar, y para acabar con ese pensamiento sería bueno empezar a reconocerlo. Yo quiero creer que haber nacido acá no es impedimento para vencerlos a todos, pero necesito que otros lo hagan por mí, porque yo no le he ganado a nadie y no pienso empezar ahora.
A veces creo que los colombianos preferimos perder por a miedo ganar, y para acabar con ese pensamiento sería bueno empezar a reconocerlo. Yo quiero creer que haber nacido acá no es impedimento para vencerlos a todos, pero necesito que otros lo hagan por mí, porque yo no le he ganado a nadie y no pienso empezar ahora.
De
vuelta al colegio, recuerdo que el primer día de segundo de bachillerato le
dije a mi mamá que quería sobresalir y que a final de año quería quedar por lo menos entre
los doce primeros del salón. Podrán acusarme de antipatriota, pero nada más
colombiano que esa mentalidad conformista.
Él
es Rigoberto Urán, yo soy Zableh Durán, y eso nos hace prácticamente
primos. Ambos fracasamos a nuestra manera. Yo ya abandoné mis sueños, él hasta
ahora comienza a perseguir los suyos. Ojalá algún día dé con ellos, a ver si me subo al bus de la victoria.