Este
fin de semana se juntan en Colombia dos de las actividades más sin sentido del
ser humano: votar y disfrazarse.
Como
votar no es el tema, me concentro en la disfrazada. De la primera cosa solo
quiero decir que no hay que dejarse amedrentar por los que dicen que los males
del país son culpa de los que no votamos. Yo diría que es al revés, que recaen
precisamente sobre los que eligieron a los dirigentes que tenemos.
En
fin.
Nunca entendí qué hay con disfrazarse, ¿dónde está el placer de ser alguien más cuando uno es feliz siendo quien es? Hay una foto mía a los ocho años vestido de Drácula con cara de querer morirme (la adjunto). Tenía laca en el pelo, polvos blancos en la cara, una capa y una dentadura postiza de vampiro que aún uso en matrimonios, primeras comuniones y otras ocasiones especiales. Guardo la imagen para tener claro cómo no quiero verme nunca más.
Siempre
es lo mismo: a uno lo invitan a una fiesta de disfraces, se demora dos semanas
pensando de qué se va a disfrazar, dos semanas más recolectando las piezas, se
arrepiente a medio camino, cambia tres veces de opinión, contempla la opción de
disfrazarse en grupo (es mejor plan enrolarse en Al Qaeda) y termina
disfrazándose de setentero wanna be con la ropa vieja de los tíos media hora
antes de salir para la fiesta.
Y
una vez allí, ¿qué? Uno llega disfrazado, se mira con el de al frente, se ríe
diez segundos y listo. Después todo se vuelve una fiesta normal, sólo que los
invitados lucen ridículos y en la madrugada no recuerdan dónde dejaron la mitad
de las cosas.
Los
mejores polvos del año son siempre los 31 de octubre porque es imposible
soportar tal fecha sobrio y sin amor. Y conseguir amor ese día es sencillo,
porque todas las mujeres se disfrazan de temas varios, pero siempre en su
versión ramera: enfermera sexy, policía sexy, colegiala sexy, campesina sexy,
pirata sexy, nativa de Avatar sexy.
Para
los hombres, en cambio, pronostico que este año el disfraz de Steve Jobs será el
preferido entre los calvos, mientras que el de Gaddafi causará furor entre la
población con problemas de acné.
Pero
más triste que disfrazarse para una fiesta es hacerlo para la oficina. Tengo
una amiga que lleva un mes sufriendo porque sabe que este viernes tendrá que ir
a trabajar disfrazada, sí o sí. Peor, sabe que tendrá que almorzar con sus
compañeros sentados en el parque más cercano, ahí, ante la mirada de todos los
ciudadanos a plena luz del día.
Mi
amiga en cuestión se fue de civil el último octubre, lo que le significó un año
entero de segregación y terrorismo sicológico. Esta vez se unirá a la causa
obligada, sabiendo que es imposible ir sin disfraz sin caerle mal al director
de recursos humanos.
Todo
esto de disfrazarse no es sólo inseguridad, también es aburrimiento. El ser
humano es capaz de cualquier cosa con tal de escapar del aburrimiento. Por
culpa del tedio la gente fuma a escondidas de los padres, consume drogas, lee
libros (y hasta los escribe), juega fútbol, descubre continentes, inventa la
rueda, se va de vacaciones, navega en internet, toma el sol, estudia una
carrera, roba bancos, pinta cuadros, tiene hijos, y hasta se disfraza y vota.
En esta vida no hay nada que hacer; nada, salvo perder el tiempo.
Y
para hacerlo todo más deprimente, hemos juntado Halloween con Navidad, dos
fiestas que se celebran con dos meses de diferencia. Cada primero de noviembre
por la mañana las calabazas les ceden sus puestos a los pesebres.
No
se confunda: la raza superior no es la aria, ni la que vota, ni la estrato
seis. La raza superior es la que no se disfraza en Halloween.