domingo, 28 de octubre de 2012

Por qué no disfrazarse en Halloween





Este fin de semana se juntan en Colombia dos de las actividades más sin sentido del ser humano: votar y disfrazarse.

Como votar no es el tema, me concentro en la disfrazada. De la primera cosa solo quiero decir que no hay que dejarse amedrentar por los que dicen que los males del país son culpa de los que no votamos. Yo diría que es al revés, que recaen precisamente sobre los que eligieron a los dirigentes que tenemos.

En fin.

Nunca entendí qué hay con disfrazarse, ¿dónde está el placer de ser alguien más cuando uno es feliz siendo quien es? Hay una foto mía a los ocho años vestido de Drácula con cara de querer morirme (la adjunto). Tenía laca en el pelo, polvos blancos en la cara, una capa y una dentadura postiza de vampiro que aún uso en  matrimonios, primeras comuniones y otras ocasiones especiales. Guardo la imagen para tener claro cómo no quiero verme nunca más.

Siempre es lo mismo: a uno lo invitan a una fiesta de disfraces, se demora dos semanas pensando de qué se va a disfrazar, dos semanas más recolectando las piezas, se arrepiente a medio camino, cambia tres veces de opinión, contempla la opción de disfrazarse en grupo (es mejor plan enrolarse en Al Qaeda) y termina disfrazándose de setentero wanna be con la ropa vieja de los tíos media hora antes de salir para la fiesta.

Y una vez allí, ¿qué? Uno llega disfrazado, se mira con el de al frente, se ríe diez segundos y listo. Después todo se vuelve una fiesta normal, sólo que los invitados lucen ridículos y en la madrugada no recuerdan dónde dejaron la mitad de las cosas.

Los mejores polvos del año son siempre los 31 de octubre porque es imposible soportar tal fecha sobrio y sin amor. Y conseguir amor ese día es sencillo, porque todas las mujeres se disfrazan de temas varios, pero siempre en su versión ramera: enfermera sexy, policía sexy, colegiala sexy, campesina sexy, pirata sexy, nativa de Avatar sexy.

Para los hombres, en cambio, pronostico que este año el disfraz de Steve Jobs será el preferido entre los calvos, mientras que el de Gaddafi causará furor entre la población con problemas de acné.

Pero más triste que disfrazarse para una fiesta es hacerlo para la oficina. Tengo una amiga que lleva un mes sufriendo porque sabe que este viernes tendrá que ir a trabajar disfrazada, sí o sí. Peor, sabe que tendrá que almorzar con sus compañeros sentados en el parque más cercano, ahí, ante la mirada de todos los ciudadanos a plena luz del día.

Mi amiga en cuestión se fue de civil el último octubre, lo que le significó un año entero de segregación y terrorismo sicológico. Esta vez se unirá a la causa obligada, sabiendo que es imposible ir sin disfraz sin caerle mal al director de recursos humanos.

Todo esto de disfrazarse no es sólo inseguridad, también es aburrimiento. El ser humano es capaz de cualquier cosa con tal de escapar del aburrimiento. Por culpa del tedio la gente fuma a escondidas de los padres, consume drogas, lee libros (y hasta los escribe), juega fútbol, descubre continentes, inventa la rueda, se va de vacaciones, navega en internet, toma el sol, estudia una carrera, roba bancos, pinta cuadros, tiene hijos, y hasta se disfraza y vota. En esta vida no hay nada que hacer; nada, salvo perder el tiempo.

Y para hacerlo todo más deprimente, hemos juntado Halloween con Navidad, dos fiestas que se celebran con dos meses de diferencia. Cada primero de noviembre por la mañana las calabazas les ceden sus puestos a los pesebres.
No se confunda: la raza superior no es la aria, ni la que vota, ni la estrato seis. La raza superior es la que no se disfraza en Halloween.