lunes, 19 de marzo de 2012

Solo la gente puede hacernos felices

Codensa me hace infeliz, y no me refiero a lo que pasó en el Huila, donde desalojaron a la brava a unas personas. Aterrado vi el video llamado “El video que el gobierno colombiano no quiere que veamos”, donde se ve a la población civil ser desalojada por la fuerza pública, aparentemente para poder construir una hidroeléctrica de Endesa.

Lo mío no tiene que ver con desalojos; es más banal, más íntimo. Lo que ocurre es que por alguna razón la luz se vive yendo en el barrio donde vivo. Pleno siglo XXI y en ocasiones el fluido eléctrico se corta seis, siete veces; no en un año, ni en un mes, sino en un día. Es inevitable: cada vez que cae una gota de agua las calles de Bogotá colapsan y en mi casa se va la luz.

Y esto representa un gran daño para mí, que renuncié a las personas hace rato. Antes disfrutaba estar en la calle, pero ya no, porque la calle no tiene nada que ofrecer. Está llena de gente, y la gente es aburrida.

Hace tiempo me volví adicto a mi computador, a la televisión por cable, a las redes sociales. Si bien es cierto que solo la gente puede hacernos realmente felices, la tecnología no nos hace infelices, que es algo. Los aparatos tecnológicos nos proporcionan una especie de plenitud artificial, un sopor que nos permite sobrevivir de manera mediocre, que no hay nada de malo en ello. Hoy día no veo posible cómo un ser humano pueda reunir las bondades de un reproductor de DVD.

El hecho es que, rodeado de aparatos gracias a la tarjeta Codensa, sólo la misma Codensa es capaz de cortar la diversión. Cuando se va la luz me dan ganas de ver amigos, buscar una esposa, tener un hijo, pero no puedo. Sigo convencido de que es más entretenido tener un Playstation que un hijo. La personas son aburridas, decía, por eso que se me hace incomprensible que se busquen entre ellas así tengan electricidad en sus casas.

¿Qué queremos de la gente? ¿El amor que puede darnos? ¿Sus inseguridades y sus fobias? A veces creo que uno convive con sus familiares para que lo ayuden al final de la vida, pero no vale la pena. ¿40 años de lidiar con personas que a la larga son ajenas a usted solamente para que lo carguen los últimos tres, cuatro años porque no puede ir al baño solo? No me parece buen negocio.

Mejor hacer la de Sándor Márai, un escritor húngaro que vivía solo y guardaba un arma en su mesa de noche. Un día, con 88 años de edad, se dio un balazo en la cabeza cuando supo que su cuerpo no daba más y que sólo podría seguir viviendo en un hospital, al cuidado de médicos y enfermeras. Lo dicho, depender de otros humanos no es negocio, solo deberían interesarnos las personas que puedan proporcionarnos sexo o dinero.

Pero no me malinterprete. Soy un buen tipo que estima a una que otra persona y trata de no hacerle mal a nadie. Creo firmemente que la vida es lo más bonito que tenemos. Lástima la gente; y las inconsistencias de Codensa.

Publicada en la edición de marzo de la revista Enter. www.enter.co