La otra noche una amiga me cogió por chat y en vez de hablarme de sexo, que es lo usual, se quejó porque no quería ir a la oficina al otro día. Le pregunté por qué no le gustaba su trabajo y su respuesta fue más allá: no solo no le gusta, sino que lo odia.
No conoce uno a muchas persona que amen su trabajo y se me ocurre que es porque la mayoría se la pasa haciendo lo que no quiere, trabajando por la plata y poco más. Todos empiezan un empleo (que es donde mueren los sueños) diciendo que lo aman, y se lo meten en la cabeza, pero una vez se van (o los echan), confiesan que en realidad odiaban la empresa y lo que hacían en ella.
De tanto estar rodeado de personas que trabajan por dinero termina uno, que vino al mundo con algo de vocación profesional, convirtiéndose en eso. Y lo que nos cuesta descubrir es que la motivación de un cheque a fin de mes se acaba rápido, porque eso de que la plata no es la felicidad -en especial si no nos llega con al menos siete ceros a la derecha- es cierto.
Y lo peor es que tampoco hemos entendido que trabajando no nos vamos a hacer ricos. El sistema está hecho para que los clase media nos muramos de hambre si dejamos de pedalear; necesitamos la paga religiosamente cada 30 días, es la única razón por la que nos levantamos cada mañana. Llega el primero del mes y es volver a empezar, siempre con la esperanza de que esta vez el sueldo sí alcance.
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