jueves, 27 de septiembre de 2012

No me gané el Baloto


Es muy difícil comprar la lotería cuando uno no cree en Dios, cuando se está convencido de que las cosas ocurren porque sí y no porque obedecen a la lógica de un premio o un castigo. Todo sería más fácil si tuviera fe y pensara que la lotería es una compensación que merezco, pero la verdad, que a uno le caiga la lotería es un acto aleatorio, una casualidad como haber nacido en Colombia o en Suiza. La prueba de que la vida es una porquería es que mientras las probabilidades de ganar la lotería son de una en 135 millones, el cáncer en cualquiera de sus presentaciones puede atacar a una de cada dos personas.

Pero 117 mil millones no son poca cosa, así que uno termina traicionándose. Por 117 mil millones (88 mil después de descuentos) uno vendería a la madre, mataría al padre, traicionaría al mejor amigo. Si es cierto que Judas entregó a Jesús por 30 monedas de plata, ¿de qué bajezas seríamos capaces nosotros, que ni siquiera somos apóstoles, por 50 millones de dólares?

Entonces el sábado en la mañana me levanté, compré el Baloto por primera vez en la vida y no se lo dije a nadie. Callé porque si abría la boca y perdía iba a quedar como un idiota, y si ganaba iban a caer los oportunistas como moscas. Estaba seguro de que sería mío porque no le veía ciencia a acertar seis cifras del 1 al 45, pero al llegar al punto de venta no supe qué decir, así que compré dos automáticos y uno con los números elegidos a dedo.