Es muy difícil comprar la lotería cuando uno no cree en
Dios, cuando se está convencido de que las cosas ocurren porque sí y no porque
obedecen a la lógica de un premio o un castigo.
Todo sería más fácil si tuviera fe y pensara que la lotería es una compensación
que merezco, pero la verdad, que a uno le caiga la lotería es un acto
aleatorio, una casualidad como haber nacido en Colombia o en Suiza. La prueba
de que la vida es una porquería es que mientras las probabilidades de ganar la
lotería son de una en 135 millones, el cáncer en cualquiera de sus presentaciones
puede atacar a una de cada dos personas.
Pero 117 mil millones no son poca cosa, así que uno termina
traicionándose. Por 117 mil millones (88 mil después de descuentos) uno
vendería a la madre, mataría al padre, traicionaría al mejor amigo. Si es
cierto que Judas entregó a Jesús por 30 monedas de plata, ¿de qué bajezas
seríamos capaces nosotros, que ni siquiera somos apóstoles, por 50 millones de
dólares?
Entonces el sábado en la mañana me levanté, compré el Baloto
por primera vez en la vida y no se lo dije a nadie. Callé porque si abría la
boca y perdía iba a quedar como un idiota, y si ganaba iban a caer los
oportunistas como moscas. Estaba seguro de que sería mío porque no le veía
ciencia a acertar seis cifras del 1 al 45, pero al llegar al punto de venta no
supe qué decir, así que compré dos automáticos y uno con los números elegidos a
dedo.