Acabo de comprar Playstation 3. El acabo es un decir, en realidad lo había adquirido el año pasado, pero me salió con un desperfecto, una leve falla: la imagen en los juegos se congelaba durante unos segundos para luego seguir como si nada.
El hecho es que fui a las oficinas del fabricante para que lo revisaran, y sin mirarlo, con solo preguntar qué tenía de malo, me lo cambiaron. Buen gesto que una multinacional crea en la palabra de un cliente cualquiera y reemplace equipos usados por nuevos sin necesidad de quejas, papeleos o demandas.
El nuevo Playstation está en mi casa desde la semana pasada y me cuesta salir de ella. No duermo, no como; llego tarde al trabajo, me escapo temprano. Tengo con mi consola de juegos una mejor relación que con cualquier ser humano, pero no dejo de pensar en la suerte de la que dejé en el centro de servicio al cliente.
Recuerdo que cuando le pregunté al que recibió la consola defectuosa qué pasaría con ella, no supo responderme, me dijo que eso lo mandaban a la fábrica y que allí disponían del aparato. ¿Qué habrá sido de él?
Todo esto porque esta semana leí acerca de los basureros de chatarra tecnológica y esa misma noche soñé que el viejo Playstation se encontraba en uno de ellos. Según la ONU, el mundo produce 50 millones de toneladas de basura tecnológica al año y la mayoría de ellas van a parar al mar o a África (obvio, no las iban a mandar a Suiza).
Pienso ahora en ese iPhone que tiene usted en el bolsillo, en el televisor LED de 52” de su estudio, en la nevera que le anuncia por correo electrónico si le hace falta leche y tomates, y me da tristeza descubrir que todos terminarán en el Pacífico, o en Ghana. Da igual, en este mundo de porquería los peces y los negros tienen el mismo estatus.
Lavadoras que no limpian, celulares que no comunican con nadie, los niños africanos los usan como juguetes luego de que los grandes les han sacado lo poco que se puede recuperar. Entre los desechos hay cadmio, mercurio, plomo, cada sustancia más nociva que la anterior.
En un mundo ideal, mi vieja consola habría sido reparada y regalada a un hogar de huérfanos, a un colegio. Ignoro qué será de ella, tampoco quiero averiguar, confío en el alma buena de la compañía que las vende como quien se encomienda a un santo antes de patear un penalti en la final de un mundial.
No recuerdo qué fue del Atari que me regalaron cuando tenía 8 años; el destino de los Playstation 1 y 2 es igual de enigmático. Antes no dormía por al ansiedad de jugar FIFA 12, ahora no lo hago pensando en todos los walkman, los celulares, los audífonos y la media docena de televisores que ya no están conmigo. ¿En la sala de qué casa de país tercermundista estarán? ¿En qué basurero? ¿En qué taller de reparación estarán usando sus piezas como repuestos? ¿Qué escultura de arte conceptual habrá sido construida con ellos?
Si mi viejo Playstation fue a parar a África, espero que esté entero, funcionando, haciendo feliz a un niño. A ese niño le deseo en el largo plazo que crezca sano y fuerte; que estudie, se case y tenga hijos como él. En el corto, espero que no le pase lo que a mí, que perdí la liga española en la última fecha por perder 0-1 en casa del Levante.
Publicada en la edición de noviembre de la revista Enter. www.enter.co