Era una tarde de sábado en la casa del periodista Fabio
Poveda. Fabio, perdonen que me refiera a él con tal confianza, era famoso por
ser junto a Edgar Perea el
periodista deportivo más importante de Barranquilla. Comenzaban los años
noventa y Colombia había clasificado a un mundial de fútbol luego de 28 años,
lo que le daba a la ciudad relevancia nacional. "La casa de la
selección", la llamaban.
Y Fabio era el anfitrión de la gente importante en La casa
de la selección. A su hogar llegaba el presidente de la Federación de Fútbol,
Francisco Maturana y "Bolillo" Gómez, los jugadores ("Pibe"
Valderrama a bordo), pero también actores, políticos y músicos. Sobre todo
músicos. Eran famosas sus fiestas que se llevaban a cabo en el patio de atrás e
incluían comida por montones, whisky y aguardiente.
Asiduos visitantes de aquella casa a una cuadra de la
Universidad Autónoma (y a ocho de la mía) éramos también los compañeros de
colegio de Fabito, primogénito de Fabio, su copia exacta hasta en la voz.
En su casa él nos mostraba su colección de camisetas de
fútbol, una rareza para la época (recuerdo una del Fluminense y otra de la
Roma). Cuando nos cansábamos de verlas nos íbamos al estudio, que era el
santuario del lugar. Estaba al fondo de la casa, antes del patio.
Tendría unos 40 metros cuadrados (la percepción del tiempo y
el espacio son otra cosa cuando somos niños) y en él había no menos de 500
discos compactos (podrían ser mil), todos catalogados en un cuaderno que el
viejo Fabio guardaba celosamente. Era 1990 y los CD´s eran cosa exótica. En mi
casa, por ejemplo, no había ninguno
Recuerdo también que las paredes del estudio estaban
forradas con fotos ampliadas de cuanto personaje famoso podía admirar un niño
que no llegaba a los 15 años, imágenes que el mismo Fabio había tomado a lo largo de su carrera.
En nuestras reuniones escolares no estudiábamos; oíamos en
cambio los éxitos de Willie Colón en sonido remasterizado mientras
contemplábamos las fotos gigantes de Muhammad Ali, Zico, Pelé, Maradona, Héctor
Lavoe, Rubén Blades, Mike Tyson, Sugar Ray Leonard. Recuerdo una donde salían
Junior, el jugador brasileño, poniéndose los guayos durante un entrenamiento en
el Mundial de España 82. Quizá esa imagen era especial porque con la
eliminación de ese Brasil supe que la vida podía llegar a ser una porquería.
Ahora que lo pienso, de golpe hoy soy quien soy gracias a (o
por culpa de) Fabio Poveda. Colecciono camisetas de fútbol y soy periodista. He
cubierto dos mundiales de fútbol y les tomo fotos a personas famosas, solo que
no las amplio para colgarlas en la casa, las guardo para mí. Nunca le había
comentado esto a alguien porque apenas lo descubro mientras escribo estas
líneas.
El asunto es que un sábado llegué a la casa Poveda junto con
otros compañeros del colegio para pasar una tarde como cualquier otra, pero nos
sorprendió una fiesta inusual. En el patio de la casa estaba reunido el viejo
Fabio con varios amigos, entre ellos Edgar Perea, Juan Piña, Rafael Orozco y
Joe Arroyo. Me hubiera gustado que Diomedes Díaz estuviera también, pero ya era
mucho pedir.
Hablaban, tomaban trago y se turnaban para cantar. Entré en
pánico escénico, sé que me los presentaron a todos, pero no recuerdo nada de
ello. Yo, que había ido a oír la música que no tenía en mi casa y a ver la foto
de un Junior con afro, barba y torsidesnudo poniéndose un par de guayos sentado
al borde de una cancha de fútbol, terminé en una fiesta con la música viva de
la región donde nací.
Todo lo que sigue es confuso.
Los jóvenes íbamos de aquí para allá; del cuarto de Fabito
al estudio y luego al patio. Orozco, Piña y Arroyo cantaron para nosotros y
pidieron poner el equipo de sonido cuando se cansaron; todos comimos sancocho
sentados en círculo en el patio, al modo de las viejas parrandas vallenatas.
Yo no quise repetir, Orozco y Arroyo tampoco. Poveda, el
viejo, y Edgar Perea se tomaron en cambio dos platos acompañados de generosas
raciones de arroz, plátano, yuca, carne, pollo y cerdo. Los sancochos en la
casa Poveda eran famosos, todo el que era alguien y pasaba por Barranquilla
tenía que comerse uno. Yo, por ser vecino y amigo, los tenía a un corto
recorrido a pie.
Recuerdo que era tarde ya, la fiesta seguía pero nadie sabía
dónde estaba Arroyo. Sentí hambre, quise repetir comida, pregunté quién más
quería, dos dijeron sí, el resto se quedó en el estudio. Llegamos a la cocina y
la escena que vimos no se me olvida más.
Joe Arroyo, el hombre que había empezado a cantar a los ocho
años en los prostíbulos de Cartagena para luego recorrer el mundo gracias a su
música; el cantante que barría en cada Carnaval de Barranquilla; el que ya
había compuesto "El centurión de la noche" y años después se inventaría
"En Barranquilla me quedo", tenía medio cuerpo sumergido en la olla
sancochera de casi un metro de alto, raspando la vitualla que reposaba en el
fondo.
Tenía un gorrito que milagrosamente no se le había caído y
una especie de túnica multicolor. Se volteó hacia nosotros, tres imberbes
colados a su fiesta de adultos, y sonrió con cara de niño inocente. Pasaron
segundos que sentimos como años, y ante la escena y el silencio yo, el más
recursivo de los tres, sólo atine a decirle en tono de confianza, como si
fuéramos los amigos que no éramos: "Uy, El Joe". No contestó nada. Me
sonrió y abandonó el lugar para unirse a sus amigos, que seguían en el patio de
la casa.
Nunca más lo volví a ver.